Formosa, el conurbano y la doble moral Pablo Sirvén Pablo Sirvén

Senegal (África Occidental) y Ezeiza (conurbano bonaerense) compitieron de igual a igual en estos días con sus tórridas temperaturas por encima de los 35 grados. En lo que Senegal nos sacó unos puntos de ventaja fue en el índice de anticorrupción anual elaborado por Transparencia Internacional. También Sudáfrica, Túnez y Ghana demostraron ser naciones más honestas, según ese ranking, en el que la Argentina empeoró su posición.

La influencer tardía Gabriela Cerruti se transformó en policía del pensamiento desde su refugio en acomodado barrio porteño escandalizada por cómo aquí se rotulaba al conurbano profundo, implacable máquina electoral del oficialismo que representa en sus ratos libres en el Congreso. Al elevar su batuta, la orquesta le respondió con una notable cadena virtual, mediática y política condenando que esta columna osara comparar, con una trillada metáfora, los índices sociales de determinados suburbios bonaerenses con los de ciertos países de ese continente que, precisamente, figuran en los últimos lugares de la medición de Transparencia Internacional.

Como cuadra a los adoradores de relatos falsos, la palabra objetada (en este caso, «africanizado», aunque cualquier otra también sirve en el intento constante de cancelar a adversarios y críticos) puso en marcha una cruzada de rancia moralina que por una palabra puede estar varios días rasgándose las vestiduras distorsionando impunemente el sentido original de la cita.

El contraste con el silencio de radio, el ninguneo y las hipócritas justificaciones, en cambio, con la palabra «Formosa» y, especialmente, con sus derivaciones en la realidad concreta, produce náuseas. Hasta Amnistía Internacional salió a criticar la visita del secretario de Derechos Humanos, Horacio Pietragalla, que describió a los centros de aislamiento formoseños como hoteles de cinco estrellas a los que da ganas de ir. Falta que en esa provincia peguen stickers con el eslogan de la dictadura: «Los argentinos somos derechos y humanos». Para no degradar más con la comparación a los africanos, denominaremos «pauperonización» a fenómenos como el de Formosa y la utilización política del plan de vacunación por parte de La Cámpora.

En las antípodas de ese cotorreo bullyinero que pega el grito por una palabra, pero ni se mosquea por la situación de los formoseños (PJ provincial, Inadi, gobernador Kicillof, dirigentes de segundo orden, voceros y medios ultraK, trolls desenfrenados y exrepresentantes de la cultura degradados a patéticos obsecuentes que patrullan las redes sociales), impresiona por su lucidez argumental en soledad, por fuera de la letrina de insultos, Pedro Saborido. Por algo fue uno de los guionistas de Tato Bores y es «socio» creativo de Diego Capusotto en la construcción de un «humor peronista» bastante singular y logrado.

Pero en su reciente libro Una historia del conurbano, que publicó editorial Planeta, Saborido no se conforma solo con provocar la sonrisa del lector. Mediante veinte relatos de ficción muy amenos, todos con un colofón de imaginarios expertos que funcionan casi a manera de moraleja en forma de breves ensayos, Saborido recrea historias y personajes desopilantes de ese conglomerado de 10 millones de personas distribuidos en 24 distritos, que duplicó su cantidad en los últimos 40 años y representa a un cuarto de la población argentina.

Nacido en Gerli y recibido de técnico electrónico en Avellaneda, donde pasó gran parte de su vida y estudió cine, Saborido construye una simpática y aguda narrativa de ese extenso territorio tan desigual que abarca del multimillonario más encumbrado de San Isidro al más sumergido de González Catán, en una infinita gama de matices sociales intermedios. La expresión «conurbano africanizado» apuntaba a los índices sociales lamentables de esas zonas que conforman el núcleo duro del voto peronista, y no a las personas que son precisamente víctimas dilectas de esa nefasta política clientelar de la fuerza que más ha gobernado la provincia de Buenos Aires y a sus distritos más pobres. Algo que, por cierto, también vale para Formosa, Santiago del Estero y otras provincias atravesadas por feudalismos peronistas.

Entre personajes y situaciones risueñas -un tour para extranjeros por los enanitos de jardines del conurbano, los simuladores que en China reproducen conductas y estéticas de ese territorio; la maestra que le enseña a Perón cómo triunfar en la política; las vírgenes de polos gastronómicos y otras actividades del GBA; el oficial de la primera invasión inglesa que con sus frases indescifrables anticipa los nombres que tendrán las localidades circundantes de la Capital Federal, entre otras-, Saborido deja caer ricas reflexiones sociológicas.

«El conurbano es la adolescencia de una ciudad donde el fuego siempre puede empezar», inquieta. Sugiere el autor que en torno a cualquier lugar desarrollado se produce un suburbio más anárquico que hospeda a su fuerza laboral. Y agrega: «Todos los que no se pudieron acomodar bien adentro del capitalismo están en el conurbano», que lo conforma «la gente que sobró». La tapa del libro plantea que todos somos suburbano de algo: la Argentina, del mundo; este, del sistema solar que también lo es del Universo y este a su vez, de Dios. La aproximación de Saborido al territorio es entrañable y hasta naif, tal vez por su propio «sesgo cognitivo» que simpatiza con todo lo que, mal o bien, haga ganar elecciones a su partido preferido. Como sin duda también existe el «sesgo cognitivo» contrario que reduce prejuiciosamente al conurbano solo al narcotráfico, la insalubridad, la pobreza desesperante y la delincuencia.

La realidad siempre es más compleja que cultivar orquídeas.

Fuente: La Nación

 

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