Un llamado a cambiar los paradigmas de la Argentina

Era el momento. No quería convocar al diálogo desde la debilidad. Ganó la presidencia por poco más de dos puntos y, encima, el segundo semestre de crecimiento económico demoró poco menos de un año en llegar.

Necesitó la fuerza política que le dieron las elecciones del 22 de octubre para hacer lo que hizo ayer. No convocó a un diálogo cualquiera; llamó a un profundo cambio de los paradigmas culturales que gobernaron la Argentina en las últimas décadas. A un cambio también en la forma de reflexionar de muchos argentinos. Al triunfo electoral sobre Cristina Kirchner, Mauricio Macri le agregó ayer una nueva batalla, esta vez cultural, que todavía debe ganar. Y hay que nombrar a Cristina Kirchner porque ella es la dirigente más importante del pensamiento absolutamente contrario. Otro combate entre ellos, ahora más intelectual que electoral, acaba de comenzar.

Si no hay consensos básicos, no hay futuro. La historia, sin desconocer nada de lo que pasó, es lo que nos enfrenta. El trabajo lo tenemos que hacer juntos, aun cuando sabemos que tendremos diferencias. Ésos fueron algunos conceptos del Presidente en la introducción de su discurso de ayer, rodeado más que nunca por el «círculo rojo», esa fusión de dirigentes políticos, empresarios, sindicalistas, jueces y académicos que él suele mirar con más desconfianza que otra cosa. Aquellos conceptos, sin embargo, conformaron el decálogo de ideas básicas que más lo diferenció de su antecesora. Era obvia su decisión de que sus oyentes, dentro y fuera de la sala, compararan su propuesta de diálogo con la confrontación pasada. De alguna manera, anunció formalmente el fin del ciclo de la lógica binaria que dividió la política y la sociedad en amigos y enemigos.

Sin menoscabar la importancia de esa línea cultural, otro momento inesperado fue cuando se convirtió en el presidente del látigo. Desmenuzando como un arqueólogo los recovecos del Estado despilfarrador, sacudió con críticas directas a políticos, jueces, legisladores y universidades por la dilapidación sin sentido de los recursos públicos. O por los privilegios indebidos con que cuentan algunos (fue especialmente preciso en ese sentido con la descripción de lo que sucede en la Justicia) frente a una mayoría social que debe financiar excesos y privilegios. Les habló a los empresarios como un viejo empresario que los conoce desde la infancia. Les preguntó si van a seguir «arrancando beneficios al gobierno de turno» o si van a explorar la vía de la investigación y la innovación para competir en el mundo. Otra modificación sustancial de los viejos parámetros. Pidió una economía más abierta, menos protegida, para promover el desarrollo del país. «No podemos seguir viviendo con lo nuestro», avanzó. Adiós al viejo modelo de Aldo Ferrer, que cautivó a toda una generación de economistas argentinos. Ningún político con su pasado de empresario les habló así a los empresarios. Son reflexiones que él venía haciendo en voz baja y entre muy pocos. La diferencia de ayer es que lo dijo en público y ante la crema y nata del empresariado.

No dejó afuera a los sindicatos, a los que les criticó el exceso de obras sociales y de gremios. Que son también los privilegios que los sindicatos le «arrancan» al gobierno de turno. Pero a los dos, a empresarios y sindicatos, los invitó a sentarse a una mesa común. A los gobernadores (no hizo distinciones) les reclamó el derroche del gasto público, aunque aceptó que esa anomalía existe también en el gobierno federal. Zamarreó, en fin, a todo el «círculo rojo». Desde la primera hasta la última línea de su discurso remarcó que su obsesión es bajar la pobreza. Su gobierno, subrayó, deberá ser juzgado por si logró, o no, ese objetivo. Por ninguna otra razón.

Un eje importante de su discurso se refirió a la calidad institucional de la República. Anunció medidas concretas para combatir la corrupción y la reforma electoral, que es una molestia que lo acompaña desde que el Senado le trabó los cambios que hubieran sido puestos en práctica en las elecciones recientes. Se detuvo, sobre todo, en la Justicia, en sus tiempos infinitos y en la desmesurada creación de fiscalías. No cambió las palabras que ya tenía preparadas con la noticia que se produjo minutos antes de que hablara. Alejandra Gils Carbó renunció a su cargo de jefa de los fiscales y con ella se irá el núcleo más numeroso y fanatizado de empleados kirchneristas que queda en el Estado. Es otra consecuencia de la derrota de Cristina Kirchner. La ex presidenta acaba de perder la logia de adeptos más eficiente que tenía. Gils Carbó sabía que se aprobaría una reforma de la ley del Ministerio Público Fiscal que dejaría su remoción en manos de una simple mayoría parlamentaria. Esa modificación estaba entre los anuncios de Macri. Gils Carbó no la esperó; aceptó que había perdido. Desde el jueves y el viernes pasados, la renuncia de Gils Carbó venía siendo negociada por el ministro de Justicia, Germán Garavano, y por el ex titular de esa cartera Carlos Arslanian, nombrado hace poco abogado defensor por la procuradora. Garavano conversó también con el jefe del bloque de senadores peronistas, Miguel Pichetto. La suerte de Gils Carbó había terminado.

Ayer sucedieron los anuncios iridiscentes. Ahora viene la parte más entretenida, que será la de las negociaciones puntuales. Los gobernadores serán figuras centrales de la negociación institucional. No sólo tienen para ofrecer sus acuerdos (si es que llegan a ellos), sino también su predicamento en el bloque de senadores peronistas y, de algún modo también, entre los diputados peronistas no kirchneristas. Hay impuestos que Macri se propone bajar y que son coparticipables; es decir, es plata de las provincias que disminuirá. Hay un proyecto para un compromiso mutuo de no aumentar el gasto de las administraciones. Y está, sobre todo, el planteo de la provincia de Buenos Aires ante la Corte Suprema de Justicia por la restitución de enormes caudales de recursos del Fondo del Conurbano, congelados desde hace 16 años. Buenos Aires tiene razón, pero también la tiene el resto de las provincias. Éstas no pueden hacerse cargo de esa monumental deuda sin quebrar. La Corte Suprema elegirá seguramente impulsar una negociación política, que deberá enmarcarse con aquellos otros proyectos de bajar impuestos y no aumentar el gasto. La dimensión del diálogo que les espera es oceánica.

Un caso también ríspido será una parte de los cambios en el sistema previsional. El Gobierno promueve que la edad de la jubilación se mantenga en los niveles actuales, aunque propondrá que la continuidad en el trabajo sea una decisión optativa de los trabajadores. Podrá seguir trabajando quien quiera hacerlo. Esto no es lo polémico. En cambio, va a provocar discusiones y fricciones la modificación del sistema que actualiza ahora las jubilaciones. La administración quiere que los aumentos estén atados a la inflación y que se modifique cada tres meses, no cada seis, como es ahora. El sistema de actualización vigente les asegura a los jubilados aumentos por encima de la inflación, si es que ésta sigue bajando. Una propuesta de la oposición le agrega a la inflación un aumento por crecimiento del país.

Un guiño imperceptible al papa Francisco significó la invitación al acto a las conducciones de las religiones. El Pontífice viene reclamando diálogo en el mundo (lo acaba de hacer en el caso de la desgarrada España) y en su país. Bergoglio fue, como cardenal, el gran impulsor del Diálogo Argentino a principios de siglo, que los Kirchner enviaron al cesto de los papeles inútiles no bien llegaron al poder. Las religiones son siempre una instancia de moderación o de arbitraje cuando una negociación se paraliza. Macri no sabe si eso sucederá en el período reformista que inició, pero ya tiene una alternativa de mediación.

«Nadie más es culpable de nuestro fracaso que nosotros mismos», dijo Macri. Estaba hurgando en los viejos fantasmas de muchos sectores sociales, no sólo dirigenciales, según los cuales siempre hay alguien o algunos de afuera que quieren saquear el país y frenar el destino manifiesto de la Argentina. Desde Maradona hasta los dos Kirchner, ese discurso ha sido frecuente. Está homologado, además, por casi todas las corrientes de izquierda y por buena parte del pensamiento peronista. Es una manera inexplicable de exculpar a la dirigencia política y social argentina de su responsabilidad por la frustración nacional. Si existen fuerzas enormes e inmanejables en el exterior con el propósito de acabar con la Argentina, entonces ningún argentino, poderoso o común, tiene la culpa de nada. Macri salió ayer también al cruce de esa irracional certeza, que forma parte de cierto bagaje cultural argentino.

Fuente: La Nación

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