Los socios del Frente de Todos tienen proyectos distintos

Ante varios de sus confidentes, Alberto Fernández cita últimamente pasajes de un libro al que dedica horas de reflexión: Conocer a Perón, destierro y regreso (2022, Planeta), de Juan Manuel Abal Medina (padre). De moda entre militantes, consultores y empresarios, el ensayo es una fuente interesante de anécdotas. Una que el Presidente refiere con frecuencia en esas tertulias y que haría volar la imaginación de quienes analizan su subconsciente: los detalles del día en que el general Perón echó a los montoneros de la plaza. Puede ser solo una coincidencia. Pero llama la atención. El principal conflicto interno del jefe del Estado es justamente con el sector que se siente heredero ideológico de aquella agrupación: La Cámpora. Sus objeciones de fondo van en realidad más hacia arriba, a la vicepresidenta, con quien ha entrado en un punto de ruptura de imposible retorno, pero él suele expresarlas de un modo más crudo contra Máximo Kirchner, líder de la organización. Tal vez porque le debe menos.

Parte de estas tensiones tienen su origen en que Cristina Kirchner y Alberto Fernández tienen objetivos no solo divergentes sino, a estas alturas, casi contrapuestos. Será difícil convencer al Instituto Patria de que aquella frase atribuida al Presidente por Roberto Navarro, el anhelo de ganar una primaria y “terminar con 20 años de kirchnerismo”, salió de la imaginación del periodista. Por lo pronto, porque hasta los colaboradores del jefe del Estado creen interpretar una idea al menos complementaria del tema cuando lo visitan: pretende que uno de sus legados sea “democratizar el peronismo”. Traducido: prescindir de la gran electora. ¿Y si este empecinamiento rompe el Frente de Todos? Alberto Fernández supone que, si ocurre, no habrá sido por él. La novedad es tal vez que él no parece detenerse tanto en ese riesgo que, para casi el 100% de los peronistas, representaría una catástrofe. “Tiene 75% de imagen negativa y no lo apoya ningún gobernador: sería una locura”, dijo alguien de su entorno.

El sueño de la reelección entorpece la campaña. La priva de un discurso acordado y ya casi nadie se esfuerza por garantizar la unidad. Ni siquiera se cuida de lo que se dice en privado. “A nadie le gustan los off”, protestó esta semana Malena Galmarini. Pero los off proliferan y es muy sencillo auscultar el estado de ánimo dentro de la Casa Rosada. Los reproches a la vicepresidenta, por ejemplo. Varios asesores vienen corroborando, respecto de ella, conceptos que escucharon de casualidad a fines de 2021, durante una noche crítica en la quinta de Olivos, horas después de que De Pedro y otros 12 funcionarios pusieron sus renuncias a disposición y apareció la recordada carta de Cristina Kirchner. Estaban, entre otros, Julio Vitobello y Juan Manuel Olmos. Reunidos todos en derredor de Alberto Fernández, el Presidente recibió en un momento un mensaje de WhatsApp de un amigo psiquiatra. Lo leyó en voz alta. Era un análisis, párrafo por párrafo, de la carta de la jefa.

La atmósfera de disconformidad dificulta la gestión. La relación con Massa, que se resiente cada vez que el ministro advierte que trascienden medidas que está a punto de tomar. “No podés operarlo a Massa: el que está contra Sergio en este momento está contra el peronismo”, se quejó un funcionario. No era una buena semana para que se filtrara la posibilidad de un desdoblamiento cambiario. Eso se hace por sorpresa, para no dar al mercado la posibilidad de cubrirse comprando dólares. Fue lo contrario de lo que ocurrió entre lunes y martes. El ministro de Economía está en la peor crisis desde que asumió. Todavía le duelen las ironías por haber incumplido la promesa de un índice de inflación que empezara “con un 3 adelante” en abril. Ahora cuida más sus palabras. Esta semana, cada vez que se refirió a las medidas con que pretende reducir las cotizaciones de los dólares financieros, evitó el verbo “bajar” porque, dice, le endilgarán un fracaso si después no cumple. “Estabilizar”, reemplaza. Es la recomendación que dio a su equipo.

Con las reservas en situación muy crítica y sin perspectivas de que entren más dólares, Massa celebró ayer haber conseguido, lo difundió así, “la brecha más baja en el último año”. Como el dólar soja, un éxito relativo a costa de sacrificar el futuro. Es probable que la brecha, como proyectan él y un sector considerable de hombres de negocios que respaldan la medida, siga bajando, pero no porque el mercado esté despejando las expectativas sobre una posible devaluación o el Banco Central haya incorporado reservas, sino porque la medida que obliga a los organismos a canjear sus títulos en dólares por pesos hace caer el precio en pesos de los bonos y, así, el contado con liquidación. Este mecanismo desencadena a la vez una ventana de oportunidad para que unos cuantos agentes dolaricen sus activos aprovechando precios más baratos. Es extraño que ningún kirchnerista haya hablado todavía de fuga. Y el Tesoro tampoco ha mejorado su perfil de deuda, sino todo lo contrario: tendrá ahora más acreedores privados en moneda fuerte y a tasas superiores al 40% en dólares, algo que hizo esta semana caer el precio de los bonos y, como consecuencia, subir el riesgo país. Es probable que los bancos, el sector que más aplaudió la medida, celebren todavía más si, como analiza el Gobierno, se les permite a partir de ahora girar dividendos.

En la economía real, las inquietudes siguen intactas. La escasez de dólares volvió el martes a ser el principal tema de la reunión de junta de la Unión Industrial Argentina, donde Diego Coatz, economista de la central, trazó un panorama crítico para las importaciones. En la conducción fabril advierten que, a diferencia de lo que pasó durante otras crisis, como en 2002, ahora no hay margen para devaluar ni pisar tarifas.

Massa necesita salir de esa encerrona. Cuidar como nunca, por lo pronto, el respaldo del FMI y de quienes influyen sobre él, como el gobierno de Biden. Es probable que esos reparos hayan incidido en la presión que acaba de ejercer sobre el gobernador de Tierra del Fuego, Gustavo Melella, para que frene un proyecto que molesta a la Casa Blanca: la construcción de un puerto en Ushuaia con capitales chinos. El pedido fue reforzado por el embajador Marc Stanley, que viajó la semana pasada a la isla. Massa ya venía escuchando el argumento de Juan González, director para el Hemisferio Occidental del Consejo de Seguridad Nacional norteamericano, con quien tiene una buena relación. Pero la cancelación supone una mala noticia para contratistas argentinos con los que también tiene trato frecuente y que soñaban con participar. Panedile, de la familia Dragonetti, y las constructoras Concret Nor y Nakon Sur.

Massa está urgido por mostrar resultados. Si fracasa o, para usar la terminología que prefiere, no estabiliza, el Frente de Todos deberá pensar en otro candidato. Tampoco es sencillo. Por ahora Kicillof se resiste a las propuestas de Máximo Kirchner y nadie se imagina que Daniel Scioli, el plan B de Alberto Fernández, pueda obtener adherentes en el Instituto Patria. Al contrario: la hostilidad hacia el exgobernador es antigua y se percibe en los detalles. Hay peronistas que recuerdan el cierre de la campaña 2021, en Tecnópolis, cuando la silla de Scioli, uno de los invitados, cambió varias veces de lugar: colaboradores de Alberto Fernández la habían ubicado inicialmente en el centro y adelante; el personal de ceremonial de La Cámpora la llevó minutos después unos metros más atrás, y, finalmente, los amigos de Scioli recurrieron a un ardid: volvieron a colocarla adelante pero, esta vez, con un anónimo de voluntario sentado que, cuando llegó el exmotonauta, cedió el asiento. Salió bien, pero Máximo Kirchner nunca lo olvidó. Después de la derrota en esas elecciones, en un asado que se hizo en Almirante Brown para catarsis de todos, el diputado alzó la voz: “Me tuve que bancar que lo pongan a Scioli en primera fila”.

El error sería pensar que se trata de una discusión de nombres. Son los propósitos los que chocan. La extraña fórmula presidencial de 2019 sigue lejos de una mínima sintonía porque, en el fondo, Alberto Fernández y Cristina Kirchner nunca trabajaron para lo mismo.

Francisco Olivera

Fuente: La Nación

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