La primera semana de abril estuvo signada por un hecho político inédito: la militancia antiparo. Con una larga experiencia en paros nacionales, cuarenta en lo que va de la democracia recuperada, nunca antes se había producido un escenario como el que calentó espíritus y corazones en este otoño recién llegado. La actividad en las redes sociales fue intensa, caótica y contundente. Los hashtag antiparo (#YoNoParo, #YoNoParoel6) marcaron una presencia insoslayable subiendo consignas, selfies y memes y poniendo en jaque la convocatoria sindical. Cientos de miles de posteos en las plataformas habilitaron un debate público y vertiginoso que instaló agenda primereando a los medios tradicionales en la representación de la escena social. El antecedente inmediato estaba tan fresco como próximo.
La marcha del #1A, fogoneada desde las redes, desbordó las expectativas, descolocando a propios y extraños. Las nuevas formas de comunicación política llegaron para quedarse. La batalla ya no es sólo por el control de la calle. El ciberespacio es también un territorio en disputa. La plaza es ahora digital. La fascinación que produce la posibilidad de irrumpir en «la conversación» pública compartiendo, debatiendo e instalando cuestiones dispara procesos de viralización que escapan a todo tipo de control. Sin descartar que en muchos casos las campañas a favor y en contra son pergeñadas desde laboratorios de estrategias digitales, motorizadas desde call centers instalados en los búnkeres políticos y utilizando bancos de bots, trolls o lo que prefieran, es innegable que los Frankenstein creados en la probeta virtual suelen adquirir vida propia. A los posteos en Twitter, Facebook, Instagram, Snapchat y compañía se suman los envíos vía Whatsapp de textos, videos y audios que se distribuyen de manera espontánea generando cadenas que remiten al ancestral «boca a boca» produciendo situaciones de alto impacto.
La facilidad con la que se pueden registrar y compartir vídeos y audios, las infinitas posibilidades que habilita el uso de smartphones y la creciente artillería de aplicaciones están generando desafíos impensados hasta hace unos pocos meses. El clip de Omar Viviani arengando a «dar vuelta los coches de los carneros», el fatal tuit de Luis D’Elía subiendo una foto de 2015 para denunciar la represión en los piquetes o las imágenes de las hermanas «estacioneras» de Lomas de Zamora enfrentando cual aguerridas amazonas a la patota sindical con el paro en curso, son memorables piezas únicas recortadas del dramático reality que compartimos a diario. La era de la posverdad ya está entre nosotros y eso, guste o no, modifica de manera rotunda las formas y los modos de la comunicación política. No es la resistencia a lo nuevo lo que nos permitirá sobrevivir en un mundo que está cambiando. El proceso es disruptivo e inexorable. Los nuevos dispositivos y el avance de la conectividad suman transparencia y libertad de expresión. Garantizar el acceso para las mayorías, acortar la brecha digital es la nueva manera de democratizar. La realidad en demasiado compleja para reducirla a un concepto de 140 caracteres, pero suponer que se puede construir los relatos colectivos con la métrica y las herramientas del pasado es un acto de negación, voluntarismo e ingenuidad.
Fuente: Infobae.com Mónica Gutierrez
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