Este incesante telar de maravillas

Confiesa Manuel Vicent que ya había publicado una novela y había recibido un premio cuando descubrió lo más importante de su vida: el periodismo. Fue una noche humeante en el viejo diario Madrid, adonde lo acompañó un camarada y donde el redactor en jefe le pidió desganadamente una columna, que se publicó aquel mismo sábado. Para asombro de don Manuel, amigos entusiastas y también críticos comenzaron a llamarlo por teléfono y se dio cuenta entonces de que aquel pequeño texto estaba vivo, mientras que su novela sin lectores “dormía en unos escaparates polvorientos”. Pensó en ese momento: “Esta página envolverá mañana un kilo de pescado o algo peor, y habrá que seguir escribiendo porque un diario es un telar continuo. Pero qué maravilloso misterio. Si me dejaran intervenir en ese telar y hacer literatura, para mí sería una felicidad total”. Vicent nunca tuvo sentido de las noticias, pero hizo historia con sus columnas excelsas, sus crónicas noveladas, sus viajes y sus entrevistas literarias, y se transformó en uno de los prosistas periodísticos más exquisitos de la lengua. Es hoy el Borges del articulismo español, piensa que si Dickens viviera sería reportero, y es capaz de refutar a Hemigway cuando señalaba que el periodismo era bueno para el escritor con tal de que este fuera capaz de abandonarlo a tiempo. “Ahora creo que es al revés –dice Manuel–. Puedes abandonar la ficción, con tal de que puedas escribir en un periódico, que es el género literario de esta época. Si la gente del futuro quisiera saber cómo fuimos (nuestros sueños, vicios y crímenes) deberán leer los diarios. Allí está la sustancia de nuestras vidas”.

Elijo deliberadamente a un escritor consumado en la intención de defender con su ejemplo, quizá hiperbólico, el placer estético de la lectura, elemento que rara vez se discute en los grandes congresos mundiales de los medios de comunicación, tomados por la angustia económica, por la rapidez y por las nuevas tecnologías. Sigue existiendo, como siempre, ese fiel lector de retaguardia que no solo presta atención a los hechos, los datos, las investigaciones y las argumentaciones, sino que se deja deslizar por la tersa o vibrante alfombra del estilo. Un deleite sensorial y secreto, la mayor de las veces hasta inconsciente, que aportan desde siempre las grandes plumas. Los escritores han intervenido, desde los inicios de la prensa, de diversas maneras en el devenir cotidiano: a través del articulismo de ideas (hijo del ensayo, del panfleto y de Montaigne), de los apuntes costumbristas (hijos del flâneur, la literatura de la calle y de Larra), de los apuntes culturales (comentarios, reseñas y relecturas del mundo de las artes) y a través de relatos verídicos de valor artístico (pioneros o continuadores de los grandes cronistas). SarmientoAlberdi, EcheverríaHernández, MitreMansillaArltJauretcheWalshGelman y Soriano fueron escritores periodísticos. Y LA NACIOM fue pródigo en ellos, desde Darío, Martí, Ortega, Unamuno, Valle Inclán, Pirandello, Alfonso Reyes, Gabriela Mistral, Onetti, Bryce Echenique, Edwards, Octavio Paz, Borges, Bioy, Silvina y Victoria Ocampo, Mallea y Sabato hasta Mujica Lainez, Jorge Cruz, Schoo, Beccacece, Sebreli, Kovadloff, Aguinis, Romero, Nun, Sarlo, Guerriero, Tomás Eloy Martínez, Vargas Llosa y Pérez-Reverte. Solo un repaso histórico o meramente actual de nuestras páginas de Opinión mostraría de inmediato a una pléyade impresionante de escritores políticos.

Creo firmemente que el “escritor de diarios” es una variante poco estudiada por el mundo académico y que está pendiente “Una historia de la escritura periodística”, que por supuesto exigiría infinitos volúmenes.

Ese artefacto llamado “diario”, tanto aquí como en el mundo, ha sido tan relevante para la literatura como los propios libros. Muchas de las novelas más populares o exigentes de los últimos dos siglos y los ensayos sin duda más influyentes han salido por entregas en sus páginas. En Estados Unidos y en Francia son vehículo esencial de las narraciones cortas y las ideas fundamentales; en España se dice que lo mejor de la literatura se escribe en los diarios, y en la Argentina no debemos cejar en el intento de mantener esa misma excelencia y esos géneros virtuosos, que conviven con la información pura y dura de cada jornada, pero que no deben dejarse abducir de ningún modo por ella.

La primera vez que me enamoré de un diario fue en la redacción de un vespertino tamaño sábana: La Razónque había dirigido Félix Laiño y que había intentado infructuosamente hundir Jacobo Timerman. Yo tenía 24 años, y avanzaba entre los escritorios y las viejas máquinas Olivetti como un niño en una juguetería. Allí tecleaban, editaban, leían, fumaban, discutían, jugaban cartas y tomaban sorbos de café horrible y de whisky barato periodistas de todas las edades. Se respiraba un ambiente bohemio y escéptico, y quizá por eso mismo fue amor a primera vista: cuando volví a la vereda con mi primer encargo bajo el brazo yo ya tenía decidido que no había mejor lugar en toda la Tierra que aquella cuadra de la avenida General Hornos.

Aunque mi vínculo con los diarios tenía, por supuesto, una prehistoria. En mi casa de Palermo Pobre, mi tío abuelo era un asturiano que pretendía pasar por un elegante caballero argentino; por lo tanto, escondía su acento español y leía el diario LA NACION, que nos dejaban cada mañana en el zaguán. Luego de los quehaceres domésticos, con la última luz de la tarde, perfectamente vestido para la ocasión como si estuviera en un cóctel, se sentaba en un sillón y se entregaba a la minuciosa ceremonia de su lectura. Cuando mi padre, Marcial Fernández, que era mozo del bar ABC de Canning y Córdoba, descubrió que yo quería ser escritor y luego reportero, me dio por perdido: creyó que yo simplemente quería ser un vago, y tuvimos un largo y doloroso distanciamiento. El secretario general de La Razón me permitió, de muy joven, escribir en las páginas interiores novela negra bajo la tradición del viejo folletín y con las informaciones policiales que conocíamos y no podíamos publicar de modo directo. Una tarde, Marcial llamó a la redacción (cosa que nunca hacía) y me sobresaltó con una pregunta apremiante: qué pasaría en el próximo capítulo. “¿Por qué querés saber eso, papá?”, le repliqué, asombrado de que me hablara después de tanto silencio y de que estuviera tan intrigado con la trama. “Porque en el bar todos leen el diario, y están nerviosos y pendientes”, me respondió. Le revelé lo que ocurriría (mientras me rodaban silenciosamente las lágrimas por la cara) y todavía tuve que repetírselo porque él quería estar seguro de que no haría un papelón con los parroquianos. El diario y la literatura, que nos habían enemistado, volvieron así a reconciliarnos, y siempre me quedó la idea de que no existe mayor desafío que encantar a esos lectores rápidos, incluso a los que no compran libros, pero que pueden degustar en los periódicos pellizcos, destellos de literatura.

Desde entonces, y principalmente en esta casa, procuré escribir relatos épicos, enigmáticos, biográficos, ensayísticos y sentimentales, y busqué dotar a mi prosa del tiempo, el vuelo y la rigurosidad que destino a mis cuentos y novelas. Creo firmemente que el “escritor de diarios” es una variante poco estudiada por el mundo académico y que está pendiente “Una historia de la escritura periodística”, que por supuesto exigiría infinitos volúmenes. Es que el telar de Vicent está formado de maravillas y de incontables géneros. El periodismo, como la medicina, no es una sola cosa. Es, a un mismo tiempo, información, servicio, interpretación, anécdota, crítica, reseña, fenómeno íntimo o social, diálogo, batalla, entretenimiento, divulgación, y si tenemos suerte y ponemos empeño, a veces también obra de arte.

Nadie sabe cómo evolucionará el papel, hoy amenazado por la lectura en dispositivos digitales, pero he visto en París cómo cada vez más lectores de Le Monde lo doblaban en cuatro, para guardarlo en el bolsillo de la chaqueta, y para leerlo en las veredas, los cafés y las plazas. Para leerlo como a un libro. Tal vez esa sea una postal del futuro. Con sábana, tabloide o berlinés, el valor agregado y la alta calidad serán distintivos del diario de papel, y seguirán haciendo de este artefacto algo imprescindible. Quizá un fenómeno de culto. Hay rituales que nunca mueren. Leemos diarios para palparlos, para constatar instintivamente que las noticias gaseosas tomaron al fin su forma sólida, y para conversar y discutir con nuestra aldea y con nuestros propios sentimientos. Arthur Miller tenía razón: “Un buen periódico es una nación hablándose a sí misma”.

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