El veneno del Kremlin: los opositores, silenciados con métodos de la vieja escuela

MOSCÚ.- Desde cierta perspectiva que seguramente es la del Kremlin, el comportamiento de Vladimir Kara-Murza podría ser considerado una traición, una flagrante traición a la patria.

En una serie de reuniones públicas en el Capitolio norteamericano, Kara-Murza, líder de la oposición en Rusia, instó a los legisladores a ampliar las sanciones económicas contra el gobierno de Moscú, amparándose en la conocida como ley Magnitsky.

Según Kara-Murza, eso habría acelerado el cambio político en Rusia.

De vuelta en Moscú un mes más tarde, en mayo de 2015, Kara-Murza empezó a notar cambios, pero en carne propia. En medio de una reunión con otros disidentes, inexplicablemente se le empezó a cubrir la frente de sudor y el estómago le hacía ruido.

«¡Todo pasó tan rápido!», recuerda Kara-Murza. «En un lapso de 20 minutos, pasé de sentirme perfectamente normal a tener taquicardia, me subió mucho la presión, empecé a sudar y a vomitar, y me desvanecí.» Cuando salió de un coma que duró una semana, los médicos le dijeron que había ingerido veneno, aunque no pudieron encontrar ni un rastro identificable de la sustancia.

Si bien Kara-Murza sobrevivió, son pocos los que estando en su misma situación tuvieron tanta suerte. Kara-Murza dijo que estaba seguro de que había sido víctima de los servicios de seguridad.

Los asesinatos políticos, moneda corriente en la era soviética, nuevamente están jugando un rol importante en la política exterior del Kremlin y son la herramienta más brutal de un creciente repertorio de tácticas de intimidación destinadas a silenciar o amedrentar a las voces críticas, tanto dentro de Rusia como en el extranjero.

El presidente ruso, Vladimir Putin, no esconde su ambición de devolverle a su país el lugar de preeminencia que según él debe ocupar entre las superpotencias del mundo. Putin ha invertido mucho dinero y energía en consolidar la imagen de una Rusia fuerte y moralmente superior, contracara de las democracias occidentales, que describe como débiles, caóticas y decadentes.

Los periodistas que denuncian, los defensores de los derechos civiles, los políticos opositores, los soplones del seno del gobierno y otros ciudadanos rusos que amenazan esa imagen son tratados brutalmente: encarcelados por causas inventadas, ensuciados en los medios y, cada vez con más frecuencia, directamente asesinados.

Los asesinatos políticos, en particular los envenenamientos, no son ninguna novedad en Rusia, y se remontan a cinco siglos atrás. Tampoco son especialmente sutiles. Si bien suele ser imposible atribuirlos a nadie en particular y obviamente son negados por las autoridades, los envenenamientos dejan pocas dudas sobre la participación del Estado, y ése es precisamente el punto en cuestión.

«Contrariamente a lo que muestra la cultura popular, no existen asesinos a sueldo sumamente entrenados», dice Mark Galeotti, profesor de la Universidad de Nueva York y una autoridad en servicios de seguridad rusos. «Si se trata de un trabajo que exige habilidades especiales, eso implica que detrás hay un agente del Estado.»

Otros países, sobre todo Israel y Estados Unidos, también realizan asesinatos selectivos, pero en un estricto contexto antiterrorista. Ninguna otra potencia recurre al asesinato con la sistematicidad y la crudeza que aplica Rusia contra aquellos a los que considera traidores a los intereses internacionales del país. Los asesinatos fuera de Rusia hasta fueron refrendados por el Parlamento ruso en 2006.

Un asesinato icónico

Uno de los casos más notorios fue el de Alexander V. Litvinenko, un opositor a Putin que murió por envenenamiento de polonio 210 en Londres en 2006. Ahora, los asesinatos y las muertes en circunstancias misteriosas son una amenaza tan presente que los opositores al Kremlin suelen huir del país sin revelar su paradero a nadie.

Rusia dice no haberse amparado nunca en la autoridad que le concede la ley de 2006 y ha negado específicamente cualquier vinculación del gobierno con los casos de alto perfil, como el asesinato de Litvinenko.

La ley Magnitsky, cuya ampliación impulsaba Kara-Murza en el Congreso norteamericano, ha demostrado ser tal vez el tema más letal de los últimos años.

Sergei Magnitsky, abogado y auditor, fue encarcelado por evasión impositiva mientras investigaba el «reembolso» de 230 millones de dólares de impuestos gubernamentales que los funcionarios corruptos rusos se habían otorgado a sí mismos. Magnitsky murió en prisión en 2009, después de que le negaron asistencia médica esencial, hecho que suscitó una condena generalizada hacia el Kremlin.

Como respuesta, William F. Browder, un financista norteamericano que fue blanco del fraude impositivo durante el tiempo que trabajó en Rusia y que había contratado a Magnitsky como auditor, hizo campaña en el Congreso de Estados Unidos a favor de una ley que castigara a los funcionarios involucrados en el fraude y en el subsiguiente maltrato sufrido por el auditor.

La medida propuesta, que fue finalmente aprobada en 2012 con el nombre de ley de responsabilidad pública Sergei Magnitsky, deniega visas y bloquea el acceso al sistema financiero norteamericano a los rusos sospechados de abusos que hayan evitado el castigo en su país, incluidos los involucrados en el caso de fraude impositivo investigado por Magnitsky.

Al percibir una intromisión en los asuntos de su país, Putin hizo una fuerte campaña en contra de la medida. Como represalia, cuando la ley fue aprobada, Putin canceló el programa de adopción de chicos rusos por parte de familias norteamericanas. La ley se convirtió en el prototipo de la lista negra de rusos importantes acusados de asesinato, violaciones de los derechos humanos y fraude financiero, entre otros delitos.

La cuestión de quiénes estuvieron involucrados en el fraude impositivo fue vital al principio de la investigación y terminó siendo también vital para definir el alcance de la legislación. El acceso a información interna se convirtió en un punto de inflexión, y como pudo comprobarse luego, también resultó ser letal para varios informantes.

Hasta hoy, cinco personas que entregaron información o eran potenciales testigos murieron en circunstancias confusas, que por su nivel de sofisticación sugieren que se trató de asesinatos patrocinados por el Estado.

Una de las víctimas fue Magnitsky, pero antes ya habían muerto otros dos hombres. Y a medida que el caso fue cobrando notoriedad, empezaron a morir más personas en circunstancias sospechosas.

Víctimas saludables

Una de las víctimas que precedieron a Magnitsky fue Valery Kurochkin, una testigo potencial cuyo nombre aparecía en los documentos relacionados con el fraude y que había escapado a Ucrania, donde murió de falla hepática a los 43 años.

Otro, Oktai Gasanov, una figura menor del caso de fraude, pero que podría haber echado luz sobre el modus operandi del grupo, murió de un ataque al corazón a los 53 años.

Tras la muerte de Magnitsky en prisión, un cuarto informante encontró su fin tras zambullirse desde un balcón. El quinto, Alexander Perepilichny, un banquero ligado al fraude, logró llegar a Londres en 2009 y les pasó los registros de las transacciones a los investigadores de Suiza. En 2012, sin embargo, a los 44 años, y con una salud aparentemente inmejorable, Perepilichny sufrió un infarto mientras trotaba.

Los policías se quedaron desconcertados ante el hallazgo de su cadáver en una de las calles del mismo barrio cerrado donde viven Kate Winslet y Elton John. Y la autopsia inicial no ayudó a despejar las dudas.

Recién en 2015 un botanista logró identificar la supuesta causa de muerte de Perepilichny: su estómago contenía rastros de Gelsemium elegans, una rarísima planta venenosa que sólo crece en el Himalaya y que al parecer solía usarse para el asesinato político en China. En septiembre próximo habrá una nueva audiencia con los forenses.

«Todo esto puede sonar a teoría conspirativa paranoide, pero ya son muchos los casos de gente importante», dice Browder. «En Occidente no aparecen industriales y abogados muertos a diestra y siniestra en circunstancias tan poco claras.»

Fuente: La Nación  Andrew Kramer (The New York Times) Traducción de Jaime Arrambide

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