Ya ni Karina Milei es lo que era


Santiago Caputo, el asesor sin firma ni cargo y con un incomparable poder en el gobierno de Javier Milei, se encamina a convertirse formalmente en el funcionario más importante de la administración. Todo lo que sucedió en los últimos días señala que el Presidente tomó esa decisión, si hubiera, desde ya, decisiones definitivas del jefe del Estado. O, para decirlo de otra manera, si Milei fuera previsible. No lo es y, por lo tanto, cualquier inferencia puede resultar un error. Quizás la noticia más significativa en tal sentido haya sido la renuncia del canciller Gerardo Werthein, de quien se sabe que no coincidía con el empoderamiento de Caputo el joven. El consuelo de Werthein es que no está solo -o no estuvo- en el Gobierno. Ni siquiera la (¿otrora?) poderosísima hermana Karina Milei ha podido, hasta ahora, frenar el probable ascenso de una persona con la que no quiere estar cerca; de hecho, desde las adyacencias de Caputo deslizan que los primos Menem, que integran el entorno de la señora Milei, cometieron graves hechos de corrupción. Aunque no puede atribuírsele objetivamente nada a la hermana del Presidente, rumores que se escuchan cerca de sus incondicionales tienden, a su vez, un manto de sospecha sobre los hábitos morales y éticos de Caputo. Nunca nadie imaginó títulos en la prensa que dijeron que Karina Milei lucha para frenar el crecimiento de Caputo; esas cosas le pasaban al jefe de Gabinete, Guillermo Francos, pero no a la inseparable hermana del Presidente. La pelea interna es ya una guerra nuclear y sucedió, alegremente, en vísperas de elecciones que definirán cómo serán los próximos dos años del gobierno mileísta. Aquel entorno de Karina Milei subraya, sobre todo, la alianza de Santiago Caputo con Leandro Scatturice, un hombre inexplicablemente rico con influencia en los servicios de inteligencia argentinos y norteamericanos y que funge de lobista en los Estados Unidos. Tiene el poder suficiente como para que su avión aterrizara en un aeropuerto argentino cuando venía del exterior, estacionarlo durante siete días y que nadie lo revise. Ni el venezolano Guido Antonini Wilson con su valija con casi 800.000 dólares pudo tanto en tiempos de los Kirchner. Uno de los contratados de Scatturice es el norteamericano Barry Bennett, también lobista de importantes intereses económicos y supuesto asesor de Donald Trump. Bennett, a quien los políticos argentinos que lo conocieron lo llaman Benny Hill (“No es serio”, dicen de él), camina por aquí de la mano del joven Caputo, quien se atribuía la gestión para la visita oficial de Milei a los Estados Unidos. Caputo tiene debilidad por los lobistas, según parece. Su gestión y sus contactos en Washington eran descriptos como decisivos hasta que la reunión presidencial se concretó y habló Trump delante de los periodistas, y de la delegación argentina, y terminó arruinando la fiesta. Aunque confundió al principio una elección argentina presidencial con una de medio término, lo cierto es que dijo que la importante ayuda norteamericana al gobierno de Milei -unos 40.000 millones de dólares- está condicionada a los resultados electorales de esta noche. Aquí, y ya por una deducción propia, lo ratificó el prestigioso economista Ricardo Arriazu. Entonces comenzó una campaña mediática y por las redes sociales contra Werthein, que pasó de no haber hecho nada a ser el culpable de todo lo que pasó. La vanguardia de la ofensiva contra el canciller estuvo a cargo del fogoso (violento, a veces) tuitero Gordo Dan, un médico pediatra que es también uno de los dueños del canal de streaming mileísta Carajo. Hombre incondicional del hasta ahora asesor Caputo, el Gordo Dan le reprochó públicamente a Werthein que no haya hecho nada para que Trump cambiara su discurso y para que la reunión con la delegación argentina no fuera tan estrafalaria. Aunque Werthein se encerró a cal y canto hasta después de las elecciones (y hasta más tarde también), funcionarios de la Cancillería aseguran que lo vieron molesto por ese vapuleo público, que se complementó con versiones mediáticas que eran propias de un programa de chismes del espectáculo. “Es lógico su enojo. ¿Quién imagina que el canciller argentino, cualquier canciller, puede enmendar públicamente al presidente de los Estados Unidos o cambiarle el formato de una reunión delante de periodistas de todo el mundo? Nadie. Fue pura maldad”, explica un diplomático que opina con conocimiento de causa porque parte de su carrera la hizo en Washington.


El mejor poder es el poder que se ejerce en la opacidad de las sombras


Dejemos la rumorología a un lado. Funcionarios de la cancillería afirman haber visto el martes pasado, 48 horas antes de que se conociera la noticia, la renuncia de Werthein escrita y firmada. Fue una decisión suya, aunque -todo debe decirse- el Presidente no hizo nada para retenerlo. Werthein dejará de ser canciller a la cero hora del domingo porque la dimisión señala que rige desde el lunes. Fue su último gesto de solidaridad con Milei: acompañarlo hasta el final de las elecciones inminentes. Los amigos personales y algunos familiares de Werthein agregan que el todavía canciller también estaba cansado del ajetreado trabajo del ministerio que le tocó. “Pasó gran parte del año dentro de la cabina presurizada de un avión y ya no es un hombre joven. Él lo sabe”, subrayan. En la Cancillería lo escucharon decir, al mismo tiempo, que su trabajo fundamental estaba hecho, y consistió en enhebrar fuertes lazos entre los gobiernos de Trump y de Milei. Lo hizo como embajador en Washington y, luego, como canciller. Alguien desliza, sutil: “Y disentía con el futuro que presentía”. Ese futuro tiene nombre y apellido. Se llama Santiago Caputo. Solo Werthein y Francos se animaron a enfrentar públicamente al poderoso asesor presidencial. Su manejo de las cajas del Estado y de los servicios de inteligencia lo convirtieron en un hombre temido para el resto de los funcionarios.

Pablo Quirno será el flamante canciller argentino a partir del lunes. Nadie puede decir nada malo de Quirno, pero su designación se debe exclusivamente a la supuesta necesidad de tener otro interlocutor con el secretario del Tesoro, Scott Bessent, el nuevo dueño de la economía argentina. ¿Cómo? ¿No decían, acaso, que el ministro Luis Caputo y el presidente del Banco Central, Santiago Bausili, eran los interlocutores ideales con ese poderoso ministro de Trump? ¿Cuántas fotos se sacó el Caputo ministro con Bessent? Incontables. Es cierto que Quirno es amigo -o conocido- del secretario del Tesoro y que el economista argentino parece una copia diminuta del Bessent profesional. Pero hay un error que nadie percibió si creen que la Cancillería sirve solo para hablar con el secretario del Tesoro, que ya tiene varios contertulianos argentinos que merodean su despacho en Washington. Las relaciones exteriores de un país son mucho más vastas, sofisticadas y sutiles que simplemente poder hablar con frecuencia con un alto funcionario de los Estados Unidos. Un buen canciller debe tener un conocimiento profundo no solo de la economía mundial, sino también de los distintos matices políticos y sociales de los otros países, sobre todo de los que son importantes para la propia nación. Quirno podrá ser un economista intachable, pero sus conocimientos intelectuales están por debajo de los que necesita un buen ministro de Relaciones Exteriores. Su designación es solo un signo de la desesperación del Presidente por la economía argentina, y de su decisión fundamental de atar su destino al siempre cambiante y turbulento gobierno de Trump.

Caputo el ministro aparece en estas horas tan empoderado como su sobrino por haber promovido la designación de Quirno en el Palacio San Martín. Está empoderado. Pero en algún momento, de todos modos, empezará la discusión sobre por qué debió Bessent, un funcionario que tiene múltiples conflictos para resolver en su país y en el mundo, asumir la virtual conducción (y también la vocería) de la economía argentina. Fue Bessent quien logró convencer a los mercados, mediante sus palabras o sus intervenciones en el mercado cambiario argentino, de que era mejor no seguir comprando dólares a cualquier precio. Le creyeron relativamente, pero sobresale la certeza de que ni el ministro Caputo ni Bausili pudieron hacer nada frente a la desconfianza de los mercados. Tal vez a Caputo le caiga en algún momento el maleficio que padecieron los primeros ministros de Economía que debieron hacer un ajuste: terminaron entregando el despacho a un sucesor. Hasta dónde llega la mirada, no hay nada que indique que eso pueda suceder en tiempos cercanos, pero la abierta y explícita intervención de Bessent en la economía argentina no será un hecho del que la historia se olvidará fácilmente, aunque el secretario del Tesoro haya rescatado al país -y esto también es cierto- de una naufragio seguro.

El problema de Milei no es Bessent. El problema es que su principal (y ya casi único) aliado en el mundo es Trump. Y Trump no es Ronald Reagan ni ninguno de los dos presidentes Bush ni Bill Clinton ni Barack Obama. Trump es un presidente agresivamente disruptivo, sin compromiso con la palabra ni con la coherencia. De hecho, cuando justificó su ayuda a la Argentina frente a sus impotentes adversarios internos, Trump describió a Milei y a su país así: “están casi muertos”. Los enemigos sobran con amigos tan insensibles. Martin Baron, exdirector del influyente diario norteamericano The Washington Post, lo describió de esta manera al presidente norteamericano en su imprescindible libro Frente al poder: “Todo en Donald Trump, empezando por su campaña, nos decía que tenía maneras de autócrata. Cómo celebraba la violencia contra los manifestantes (opositores a él) durante los mitines. Cómo procuraba deshumanizar a la prensa. Sus amenazas de utilizar el poder presidencial para castigar a sus oponentes. Su lenguaje de odio…Cómo confundía el interés público con el suyo propio”. Milei no puede ignorar que su casi única alianza en el mundo es ese hombre impredecible, mezquino y rupturista. Como dijo un sagaz observador de lo que está pasando en los Estados Unidos: “El mundo libre necesita otro jefe”.

Ni Trump ni Bessent harán el trabajo que lo aguarda a Milei a partir de mañana mismo. Todos los pronósticos electorales previos se han convertido en los últimos tiempos en un simple acertijo o en una mezcla de inspiraciones, de hipótesis y de anhelos. Las sociedades se mueven con un ritmo que las encuestas no pueden percibir. Con todo, no hay un solo dato científico que avale la certidumbre de que alguno de los dos grandes bloques políticos, el mileísmo y el kirchnerismo, arrollará hoy al otro. Serán victorias o fracasos pobres en ambos casos. El Fondo Monetario y los Estados Unidos le están pidiendo a Milei reformas profundas (sobre todo, la tributaria y la laboral) y eso no se podrá hacer si solo alcanzara los 87 votos necesarios en el Congreso para impedir los dos tercios de su oposición. El tercio propio solo le servirá para que evitar que le rechacen los vetos o para que no lo amenacen con un juicio político. “La pregunta que se responderá hoy es si Milei tendrá los 131 diputados, con aliados y amigos desde ya, para hacer las reformas que el país necesita, y que se las están reclamando, o si solo tendrá el tercio para atajar algunos penales”. No hay forma de que hoy alcance por sí solo aquellos 131 diputados. Para tenerlos, a partir de diciembre tendrá que hacer la gimnasia que odia: conversar, conceder, acordar. Caputo el joven irrumpe en ese contexto como la probable figura clave del gobierno. Raro: para eso ya lo tiene a Francos, que viene promoviendo esa política consensual contra la dirección del viento, contra la furia presidencial y contra los consejos del asesor Caputo. Este Caputo no estuvo nunca en la función pública. ¿Sabrá que el jefe de Gabinete tiene responsabilidades que están en la Constitución, que es el responsable de la ejecución del presupuesto nacional, que debe firmar casi todas las decisiones del Presidente y que él mismo tendrá que poner su firma en muchas resoluciones? El radical Enrique “Coti” Nosiglia le podría contar que el mejor poder es el poder que se ejerce en la opacidad de las sombras.

Por Joaquín Morales Solá

Fuente: La Nación

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