El virus y el miedo

Mientras el conoravirus no pase (y pasará, no por la política de los gobiernos, sino cuando nuestro cuerpo lo derrote y una vacuna lo prevenga) debemos esforzarnos en seguir dándole batalla día a día sin perder la dimensión de las cosas ni olvidar que los virus son tan viejos como la vida misma, se inscriben en nuestro ADN e influyen desde siempre en la especie humana mediante la mutación y la resistencia. Están entre nosotros hasta en la sangre y cada día tocamos centenares de millones de ellos. Pero esta pandemia ha obligado a tomar medidas de confinamiento inéditas que amenazan el crecimiento económico mundial y ponen en un inestable equilibrio nuestra salud mental.

Aunque sus orígenes son inciertos, los virus dejaron su huella durante casi toda la existencia de vida en la Tierra. Dicen que inclusive un reducido porcentaje del genoma humano es de origen viral, es decir, los restos de antiguos virus que nos infectaron y ante los cuales se desarrolló una tolerancia a nivel de la especie, y es lógico que así sea porque su historia empieza mucho antes que la humana y hay quien cree que los virus estuvieron presentes desde los primeros balbuceos vitales en los organismos más o menos complejos.

Como sea, lo que hoy nos interesa señalar es que desde los primeros registros históricos sabemos que el temor que han infundido las enfermedades infecciosas, antes llamadas contagiosas, ha sido un gran impulsor del desarrollo de la medicina y la mejora de la salud pública pero lamentablemente a estos avances humanos los virus y el resto de los microorganismos han respondido con una creciente resistencia a los fármacos. Es el eterno girar de la noria: un eventual refuerzo en el sistema inmunológico por parte de la ciencia desata una mayor toxicidad de los virus y el desarrollo de nuevas vacunas ha sido siempre desafiado por la aparición de nuevos tipos de virus. Si estuviéramos aún en los tiempos de guerra fría, yo diría que se trata de una verdadera “carrera armamentística” en la que ambos contendientes han experimentado avances y retrocesos.

Pero indiferentes a lo que estaba en juego en esa dramática competencia, los humanos nos hemos dado maña para inventar las mayores estupideces. Ufanos de nuestro ingenio, dimos por muertos a los viejos dioses, los que no invadían nuestros pensamientos pero castigaban duramente la “hybris”, (ese exceso de la soberbia humana de pretender igualarlos) y los reemplazamos con construcciones lingüísticas tan rimbombantes como estrafalarias. Así hemos predicado un universo “global” y acorde a las mezquinas dimensiones de nuestra media; hemos trasplantado el “género”, de la gramática a las entidades individuales que son las personas; hemos cambiado el ideal de la “igualdad ante la ley” por el quimérico y tambaleante edificio de la “igualdad entre individuos reales”; hemos soñado que la enfermedad –y hasta la muerte– iban a ser abolidas.

Y ahora lo que tenemos es miedo.

En las crisis, el miedo está lejos de ser el mejor aliado: nos nubla la vista, nos impide ver “más allá” de lo que nos asusta, nos estremece, nos espanta, nos paraliza. “De lo que tengo miedo es de tu miedo”, es la fórmula que enmarca la irrespirable atmósfera en que Shakespeare envuelve todo el denso diálogo entre los Macbeth antes del horrendo crimen porque el miedo, llevado al extremo, tiene capacidad para empobrecer el alma, desbordar los diques de la mesura, abatir los muros de la razón y liberar los instintos más bestiales. Giacomo Leopardi lo decía muy poéticamente: “No temas a la prisión, ni a la pobreza ni a la muerte: teme únicamente al miedo”. Y sin embargo un lugar de privilegio entre todos los miedos siempre lo ha ocupado el miedo a la muerte que hay detrás de toda enfermedad y hoy se ha enseñoreado de nosotros. En su “Historia de la muerte”, el historiador francés Philippe Ariès demostró que la relación entre los occidentales y la muerte ha cambiado significativamente desde el siglo XIX porque hasta entonces había sido una compañera de confianza durante casi dos milenios. Se la veía como una parte aceptada de la vida por su condición de inevitable pero, según Ariès, el hombre moderno ha reprimido la muerte y la ha alejado, silenciado y ocultado obedeciendo a los mandatos del miedo. Es que, en el fondo, la muerte no tiene espacio en una sociedad desencantada y orientada al rendimiento.

Según La Rochefoucauld, ni el sol ni la muerte se pueden mirar cara a cara y este temor, este afán de exorcizar el tránsito a lo desconocido es tan antiguo como el hombre mismo. Por eso Edgar Morin, en “El hombre y la muerte”, sostiene que la conciencia de la mortalidad provocó en el animal humano la necesidad de tener fe en una vida ultraterrena, un salvavidas al que aferrarse en ese océano de angustia extrema que produce la certeza inapelable de nuestra finitud y la evidencia de la aniquilación individual. Una y otra cosa, el deseo de inmortalidad y la devastación física, están íntimamente ligadas. No existe la una sin la otra.

El hombre del Paleolítico se encerraba en las cuevas para invernar y vivía una existencia tribal con el permanente temor a las fieras y los extraños, y así y todo no le era ajeno el miedo al contagio, a la putrefacción que produce la muerte y de él nació la necesidad de aislar a los difuntos de la comunidad de los seres vivos. Este sentimiento, que persiste hasta nuestros días, de pronto se hace muy patente en las desiertas calles de nuestras ciudades desoladas en las que los escasos transeúntes evitan, a veces son excesiva ampulosidad, la cercanía de sus congéneres. Se percibe en las imágenes de las macabras y nocturnas caravanas funerarias al cementerio de Bérgamo, en las fosas comunes de Nueva York y en los ataúdes de cartón de Quito. Ese pavor a la infección que se atribuye a la muerte es el mismo sentimiento que tenían nuestros antecesores de hace decenas de miles de años, que eran muy conscientes de la fragilidad de la existencia humana, aunque ignoraban que convivían con los virus y las bacterias.

Y aquí estamos; al final no hemos cambiado demasiado, nuestra herencia genética, nuestro cuerpo, los procesos y mecanismos de nuestra psique (ya conscientes, ya inconscientes) y nuestros miedos son los de antaño y como antaño también de esta saldremos a flote. Es solo cuestión de tiempo.

A pesar de que, por el momento, nos acongoje la ansiedad, nos quebrante la tristeza y nos turbe pensar que la tecnología y el progreso, esas fantasías sobrevaloradas por el “homo modern” hasta el endiosamiento, esas divinales herramientas forjadas entre algoritmos en la fragua de un improbable Vulcano globalizado e informático, no nos protegen de casi nada.

El autor fue fiscal ante la Cámara Federal

Fuente: Infobae.com    Germán Moldes

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