Cristina Kirchner, de la ira y el estrépito al atentado

Antes y después, el atentado contra Cristina Kirchner expresa la demolición de un límite sin retorno y, a la vez, abre una oportunidad. Un país impactado y conmovido espera ver qué harán sus dirigentes para administrar las consecuencias del hecho.

La pistola gatillada a centímetros de la cabeza de Cristina Kirchner es una señal imposible de soslayar. Impresiona por lo que ocurrió y estremece por lo que pudo haber ocurrido. Habilita también la prevención del uso que se hará con un episodio de semejante gravedad.

Aunque todavía faltan elementos más concluyentes sobre el autor y saber si hubo eventuales cómplices o instigadores, la posibilidad de un magnicidio que no se consumó apenas por la falla de una pistola es una señal que ya registró al menos dos reflejos inmediatos.

El primero, luego del impacto, fue la unanimidad de la clase política para condenar el ataque contra la vicepresidenta. El segundo, más inquietante, la inmediata vinculación que el oficialismo hizo entre el intento de asesinato con los discursos de odio y la asignación excluyente de éstos a la oposición. Desde ahí, hay apenas un paso para atribuir la responsabilidad por el intento de asesinato.

Desde la noche del jueves hubo intentos de unir la tensión desatada por el kirchnerismo luego del pedido de condena a doce años en el juicio de Vialidad a Cristina Kirchner con el atentado en su contra.

«Todo ocurrió en medio del estado de crispación generado por el rechazo que provoca en Cristina el temor a ser condenada»

Cristina es víctima de un intento de asesinarla. No queda duda. Pero no es víctima de la persecución judicial, política y mediática que denunció con intensidad y escasos argumentos de peso en las últimas dos semanas.

En ese camino, hay réplicas posibles que son inquietantes en tanto se tenga en cuenta que la vicepresidenta, luego de ser acusada por el fiscal Diego Luciani, se precipitó a demostrar su poder convocando a marchar por las calles. Es esta una acción de hechos consumados que pretende borrar el valor de las instituciones, como la Justicia, y hacerlas desistir de su funcionamiento.

El atentado deja, a primera vista, otro dato inmediato. El Gobierno está bajo su control y en la noche del jueves actuó en función de su voluntad de hacer una concentración ayer mismo. El país de ciudadanos que viven con lo justo y dependen de lo que producen cada día pasó de la conmoción y el espanto a la imposibilidad de trabajar por un feriado intempestivo.

¿Hubiese tenido menos valor una marcha multitudinaria en repudio al atentado apenas un día después, hoy sábado, sin declarar un feriado? No fue ese un cálculo hecho en el momento de la decisión, orientada a garantizar que hubiera ayer mucha gente en la Plaza de Mayo.

El intento de magnicidio cambió el escenario, pero no borró el contexto previo. Y hasta fue precedido por una temeraria conjetura de Máximo Kirchner con la que acusó a Juntos por el Cambio. “Están viendo quién mata al primer peronista”, había dicho horas antes.

Todo ocurrió en medio del estado de crispación generado por el rechazo que provoca en Cristina el temor a ser condenada. Estaba previsto, y la primera en saberlo fue la vicepresidenta, que el agravamiento de su situación judicial era un dato marcado en el calendario, según se fue agotando el tiempo de las audiencias y comenzaron los alegatos.

Era también conocido que su situación procesal es lo que más motiva su actuación política y que, por lo tanto, iba a usar todos los recursos posibles para zafar. Pretendió hacer creer, pero solo se convencieron ella misma y sus seguidores más fieles, que la bendición electoral de 2019 la convertía en inocente.

Lo nuevo es otra cosa. Ni el peor de sus adversarios previó que la defensa que intenta resultara tan inconexa, con argumentos irrelevantes o erróneos y alejados de las acusaciones propiamente dichas que pesan en su contra.

Aunque en un principio pareció que Cristina solo le estaba hablando a su clientela de incondicionales, después de dos semanas de ira y estrépito no quedaban dudas: la sombra amenazante de la intemperie avanzaba sobre ella a cada minuto. El atentado del jueves alteró la situación, todavía no se sabe hasta qué punto.

Antes del intento de matarla, el alineamiento del peronismo con Cristina era más un reflejo condicionado que un cheque en blanco. El atentado le acaba de entregar la oportunidad de gobernar por sí misma, con Alberto Fernández reducido a un papel decorativo. Mientras, simula que el ajuste que lleva adelante Sergio Massa ocurre bajo otro gobierno.

El kirchnerismo usará el atentado para extender el dominio sobre el peronismo que ya la acompañó, obediente, luego del pedido de condena de Luciani. Todo sucede, endogámicamente, dentro de la extendida familia peronista.

Desde fuera de ese mundo, más allá del gravísimo impacto que provoca el atentado, pueden verse otras cosas.

Al momento de sufrir el hecho del jueves, la vicepresidenta había pasado la etapa de la negación. Su presente era la ira y todavía estaba lejos de la aceptación con la que suelen terminar los procesos de duelo.

Solo los fanáticos rentados que rodearon el edificio de su departamento en la Recoleta no vieron los enormes flancos que dejaron sus repetidos mensajes de los últimos días.

Aun los propios peronistas de todos los colores que apuraron sus comunicados de apoyo advirtieron la incongruencia como una señal que retrotrae a Cristina a los peores momentos de los cuatro años que pasó fuera del poder, durante la presidencia de Mauricio Macri. Solo la torpeza de Juntos por el Cambio en la insólita polémica por las vallas en la Recoleta le abrió la oportunidad de quedar más expuesta.

Una nueva etapa empezó el jueves a la noche en la Recoleta. Inquieta pensar que ese nuevo tiempo no sea otra cosa que la profundización de los desastres de siempre.

Sergio Suppo

Fuente: La Nación

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