Planes sociales, delitos y miseria

El reciente informe oficial que reveló que 250.000 planes sociales iban a personas que no los necesitaban constituye ni más ni menos que la confirmación de una tan vieja como lamentable sospecha: la corrupción en el manejo, distribución y destino del dinero de los contribuyentes. Este caso apenas representa la punta de un gigantesco ovillo.

Ponerlo en cifras, sin dudas, permite dimensionar la proporción del escándalo. Del análisis de 1.383.270 beneficiarios de planes sociales se verificó que un cuarto de millón presentaba gruesas incompatibilidades. Se detectó, por ejemplo, que, mientras recibían la asignación estatal, cobraban ingresos superiores a dos veces el importe del salario mínimo, vital y móvil; realizaban consumos o gastos con tarjetas de crédito o débito también por encima de esos valores o adquirían divisa extranjera; que habían presentado declaraciones juradas de Bienes Personales; eran propietarios de un inmueble, automotor, embarcación o aeronave; dueños de establecimientos comerciales o de explotaciones agrícolas; jubilados o pensionados. Como si no fuera sumamente grave la estafa al Estado, también se demostró que un porcentaje de los beneficiarios que percibían el subsidio eran personas que ya habían fallecido.

Si se tiene en cuenta que, según datos del año último, el 55% de los habitantes del país estuvo alcanzado por alguna cobertura de programas sociales de transferencia de ingresos y asistencia alimentaria y que la falta de transparencia general de esa operatoria ha sido siempre un grito a voces, no es difícil imaginar que el daño económico a las arcas públicas es todavía muchísimo mayor.

Resulta indignante el resultado del abuso ejercido por ese cuarto de millón de personas detectado ahora por un relevamiento realizado por la AFIP a pedido del Ministerio de Desarrollo Social de la Nación. Ayer, la titular de la cartera anunció que los darán de baja. Pero no deberíamos olvidarnos de otros estudios previos que ya venían dando señales claras y contundentes de semejante estafa consentida entre oferentes y receptores de la ayuda y perdonada por el grueso de la dirigencia política a lo largo de las décadas durante las que se hizo la vista gorda. Sin ir más lejos, en 2021, una investigación de LA NACION daba cuenta de que el 83% de la población de nivel socioeconómico muy bajo tenía asistencia alimentaria al igual que el 68,3% del nivel bajo, dos estratos sociales en caída libre con necesidades indiscutibles. Lo vergonzoso era que el 11,8% de la población de nivel socioeconómico medio alto también recibía alimentos o dinero para comprarlos.

Aquel informe se completaba con una detallada superposición de beneficios a la que terminaban accediendo muchísimas personas. La mayoría de los 22 millones de habitantes del país que recibía un programa alimentario, ejemplificaba aquel artículo, percibía otros montos como la Asignación Universal por Hijo (AUH). En ese hogar podría haber, además, un Plan Potenciar Trabajo y sumar un Plan Progresar. Si la familia beneficiaria contaba con hijos menores de seis años también podía acceder a la Tarjeta Alimentar y estar anotada en el Programa Nacional de Seguridad Alimentaria y Nutricional. Y eso, sin contar el resto de los planes de asistencia nacionales, provinciales y municipales de distinto nombre, pero con objetivos similares que terminan yuxtapuestos.

Basta con que aparezca alguna nueva revelación para que se tome verdadera dimensión, tanto de la distorsión de la finalidad de la ayuda social en el país como de su uso extorsivo y, en algunos casos, delictual. El año pasado, por caso, se le suspendió el programa Potenciar Trabajo a una mujer que aparecía en las redes sociales jactándose de que vivía de la dádiva estatal, al tiempo que se burlaba groseramente de quienes trabajan para procurarse su sustento. En otras oportunidades, se supo de dirigentes piqueteros y de punteros que, a fuerza de chantajes, usurpaciones y expolios varios, se llevaban subsidios de oficinas públicas para repartirlos por fuera de cualquier control oficial, reservándose para ellos el cobro de un porcentaje.

El fiscal Guillermo Marijuan, quien radicó una denuncia penal por el delito de defraudación contra la administración pública a partir de la más reciente de las revelaciones, describió como un verdadero “descontrol” el manejo oficial de la ayuda social y ordenó de inmediato a la cartera de Desarrollo Social y a la AFIP “que suspendan la totalidad de los planes, sin perjuicio de un empadronamiento con previa citación y acreditación de los extremos legales del plan”. La denuncia quedó en manos del juez Daniel Rafecas.

Del lado de los movimientos sociales que periódicamente paralizan la ciudad de Buenos Aires con piquetes en reclamo de más ayuda, habita la certeza de que, detrás de estas nuevas revelaciones, está el enfrentamiento interno entre sectores alineados con la vicepresidenta y los más cercanos al jefe del Estado. Desmienten la existencia de esos 250.000 beneficios mal otorgados y acusan al oficialismo de distraer la atención mientras profundiza el ajuste.

Como se puede apreciar, hay demasiadas aristas que atender e infinidad de nudos que desatar en esta vil trama que combina de manera nefasta las necesidades vitales de una parte importante de la población con los intereses mezquinos de muchos de quienes se presentan como solución, pero terminan agravando los problemas.

El sistema de dádivas empobrece tanto a las personas que las reciben como la propia miseria. Les resta dignidad y les coarta la posibilidad de salir del pozo en el que el propio Estado las ha arrojado a fuerza de políticas erradas. No será tarea fácil, pero es hora ya de empezar a revertir tantos años de clientelismo, corrupción y decadencia.

Fuente: La Nación

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