River se va despidiendo del campeonato para aterrizar con sus incógnitas en la Libertadores

Mientras le apunta a la Copa Libertadores, River pierde de vista al torneo doméstico, se le hace difuso y lejano por su escaso juego, ritmo discontinuo y un funcionamiento con fisuras en todas sus líneas. No le pudo subir la temperatura al fresco anochecer del Monumental. Su reencuentro con los hinchas lo mostró pálido, intrascendente. Como si el largo paréntesis sin fútbol oficial lo hubiera oxidado en vez de oxigenado.

Once puntos de diferencia con el líder Boca parecen muchos. Y lo son más a la luz de producciones tan desteñidas ante un Unión mucho más compacto y criterioso, para nada intimidado por la condición de visitante ni por la envergadura del compromiso. Puede ser que no se encuentre ningún apellido que deslumbre si se repasa la formación santafecina, pero ayer casi todos se hicieron un buen nombre por haber sido mejor que River en concepto de juego, movimientos colectivos y manejo de la pelota. Apenas si le faltó un poco más de profundidad para dar el golpe.

River tiene que estar preocupado. No se lo ve mejor que el año pasado. Supuestamente había resuelto lo que más lo perturbaba cuando Gallardo decidió quedarse, luego de que durante varios días le rondara por la cabeza la idea de irse, desgastado por su absorbente manera de ejercer el oficio y por un medio en el que hay que tener la cabeza bien puesta para no ser arrasado por la histeria.

Driussi es el goleador del torneo, pero entró poco en juego y estuvo lejos del arco; en la acción se anticipa a Godoy
Driussi es el goleador del torneo, pero entró poco en juego y estuvo lejos del arco; en la acción se anticipa a Godoy. Foto: LA NACION / Fabián Marelli

Asegurada la continuidad del arquitecto que supo sentar las bases de varios éxitos, a la nueva obra no se le ven cimientos firmes. Los planos ya habían desaprobados con el duro 0-3 ante Lanús por la Supercopa Argentina. El proyecto sigue en una nebulosa, sin un trazo definido. El equipo no impone juego ni manda por intensidad, dos registros identificables en diversos momentos del largo ciclo de Gallardo. Es un híbrido librado a la buena de Dios, con alguna reacción aislada y varias lagunas pronunciadas.

El que volvió por encima del nivel con que terminó 2016 fue Batalla. Gallardo confía plenamente en el joven arquero, cree que los errores que cometió en varios partidos importantes es el peaje a pagar en el camino a la consolidación de sus virtudes técnicas y madurez. Batalla fue lo más firme en un equipo con altibajos. No sólo lidió con la amenaza de algunos ataques de Unión, sino que también debió resolver los aprietos en que lo metió Lollo con cesiones cortas y mal manejo de la pelota.

Se le notaron mucho los casi 10 meses de inactividad a Lollo. Sigue siendo un jugador a recuperar; antes lo era con un interminable trabajo de entrenamiento diferenciado; ahora tiene la necesidad de retomar ritmo competitivo para no quedar expuesto en sus fallos de cálculo en tiempo y distancia. Si River anduviera bien, quizá el largo ostracismo de Lollo hubiera quedado algo disimulado. Pero la realidad es que el equipo estuvo tan almidonado como el zaguero central.

Gallardo sorprendió con el esquema, un 4-1-4-1 que supuestamente debía aglutinar mejor a las individualidades y ofrecer en el medio campo una consistencia que fue patrimonio de Unión. Arzura quedaba muy solo, en inferioridad numérica para la recuperación, y los centrales no salían achicar. Unión ocupó mucho mejor los espacios, fue más armónico y ordenado. Transmitió que tenía un plan, lo que le faltaba a River, dependiente de algún desborde de Pity Martínez por la izquierda o de los aciertos en la conducción de Nacho Fernández.

Es cierto que River no puso la mejor alineación posible, esa que reserva para la Copa Libertadores. No estuvieron Moreira, Maidana, y Ponzio, y Alario y Ariel Rojas ingresaron un rato en el segundo tiempo. Pero el problema de River no parece tanto de nombres, sino de identidad, de certezas futbolísticas, más allá de quién sea titular o vaya al banco. No hay una estructura que potencie, y de esa manera queda al descubierto otra cuestión urticante: la poca jerarquía individual, la ausencia de liderazgo. Cuando juega Ponzio, se sabe que él ejerce una iniciativa emocional que contagia. Siendo importante, no parece suficiente para alcanzar los grandes objetivos que se propone River.

Hace falta bastante más, un sustento futbolístico, un cerebro, alguien que tenga el partido metido en la cabeza durante los 90 minutos. River no lo tiene, y quizá el que más se aproximaba a ese perfil se fue: D’Alessandro. Aun cuando sus mejores épocas ya habían pasado, las dosis de juego, pausa y elaboración que aportaba el ahora volante de Inter de Porto Alegre le daban al equipo una partitura que ahora no se le adivina.

Ayer, River ni siquiera rompió líneas con Mayada y Casco, dos laterales especialistas en las proyecciones. Mayormente retenido los dos, las líneas del equipo fueron compartimentos estancos, con Driussi lejos y de espaldas al arco, y Mora tratando de hacerse ver a compañeros que no lo encontraban. Auzqui, por ahora, apunta más a complemento que a pieza indispensable.

River no da garantías atrás, les prende velas a los chispazos de Martínez y Fernández, y ruega para que Alario y Driussi retomen la efectividad que enjuaga las manchas e imperfecciones. River le apunta a una Libertadores que este año es muy larga, tanto como el trecho que tiene por delante para volver a ser un equipo con todas las letras.

Fuente: La Nación

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