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Elevó la voz, como indica el manual de la oratoria cuando se busca el aplauso. Y lo consiguió. Aunque él no se caracteriza por conmover a las masas con su verba. Sí por la capacidad de decir lo que su auditorio quiere escuchar. Público cautivo. Palabras esperadas. Aplauso garantizado. La ecuación nunca falla. Alberto Fernández pudo confirmarlo frente a la hinchada propia, de local y sin visitantes. En el Encuentro de intendentas y concejalas disparó: “Ese Fondo Monetario Internacional que yo desprecio tanto como todos”.
Al día siguiente su ministro de Economía defendería en el Congreso, con aire dramático, la necesidad de que se apruebe el acuerdo con el ente despreciado. La épica es inescindible del drama. También, el heroísmo de la coherencia. Algo, entonces, falta. Como falta la asimetría que exige el sentimiento presidencial. Despreciar implica superioridad. Negar al despreciado. Y pagar es reconocer. Quizá porque “no a todos es dado despreciar”, según el poeta italiano Ugo Foscolo. Mucho menos si, como sostuvo Sandor Marai, “el poder humano siempre conlleva un desprecio hacia aquellos a quienes dominamos”. No sería el caso. Pero la autopercepción suele ser el reflejo de un espejo que deforma.ß
Fuente: La Nación
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