Carnavales

A las doce en punto, un cañonazo que atronaba en la ciudad desde el Fuerte (en el mismo solar que hoy ocupa la Casa Rosada), anunciaba que había piedra libre para mojar. Una nueva estampida, a la tarde, señalaba que era hora de irse a cambiar para acudir a los corsos. El principal era sobre la calle Florida. Por allí pasaban las comparsas con sus máscaras de los políticos del momento: Mitre, Sarmiento y Roca, entre otros.

A falta de bombitas de agua, tal cual las conocemos, hacían con cuidado un agujerito en huevos comunes y de ñandú para vaciarlos y rellenarlos de agua o perfume. Se los lanzaban a los transeúntes más desprevenidos.

Llegaron a retirar, años después, las butacas del Teatro Colón para convertir su platea en un gran salón de baile musicalizado por alguna orquesta en vivo. Eso hasta 1937.

Luego vinieron los grandes bailongos en los principales clubes, que también fueron quedando por el camino. Igual que sus cuatro feriados, suprimidos durante la última dictadura militar. Cuando se repusieron, esa energía se transformó en ganas de viajar a algún lugar lejos de casa.

Nuevo desafío para al rey Momo: superar las amargas condiciones que le fije ahora el Covid.

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