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El gobierno de Javier Milei disfruta hoy, y en marcha decidida hacia su tercer año en el poder, un cambio de clima que ya encontró un concepto importado que lo describe. Domina la conversación política desde hace por lo menos dos semanas, después del triunfo rotundo de octubre y el relanzamiento de la gestión, con los primeros cambios de gabinete: “aceleración” es la palabra que escucha a la hora de plantear lo que se espera del Gobierno en los próximos meses. Suena en el análisis político profesional y llega hasta la reflexión chispeante de cóctel de fin de año anticipado. El mismo Milei define así la nueva etapa poselectoral de su gestión, según anunció la semana pasada: “No voy a levantar el pie del acelerador. Es el momento para acelerar más fuerte”.
Del debate entre los tecnomultimillonarios globales, entre quienes el aceleracionismo es la última fase del capitalismo, con sus fuerzas liberadas que lo llevan al límite hasta producir los cambios más absolutos y radicales de la sociedad, al debate de la Argentina libertaria, un aceleracionismo made in Argentina, de alcance módico en comparación, pero enorme e histórico para el país: volverse capitalista y liberal, y sostenerlo en el tiempo. Un pequeño paso para el hombre, un gran paso para la humanidad argentina.
El problema de la aceleración de una voluntad política es que siempre hay algo que puede frenarla. Por ejemplo, la alternancia política o la falta de acuerdos estructurales. Sin el aceleracionismo mileísta no se puede; con el aceleracionismo mileísta no alcanza. Por eso el caso de Chile, en pleno proceso electoral, es un espejo atendible para Milei. No basta con acelerar la visión de país; también tiene que durar.
En el corto plazo, 2026, el objetivo mileísta es acelerar la utopía del crecimiento. En el mediano plazo, 2027 y más allá, sigue vigente la utopía mileísta total: el “aceleracionismo” político, económico e institucional que garantice el ingreso irreversible de la Argentina al mundo de la economía racional, competitiva, abierta, en crecimiento. Los desafíos y obstáculos son grandes. Por supuesto, los coyunturales: política cambiaria, capacidad de endeudamiento, reservas, el bolsillo de la gente, votos en el Congreso.
Pero también están los problemas de mediano plazo. Son los obstáculos que empiezan a tallar desde ahora, con la incertidumbre de los últimos meses más despejada, y que, con el correr de los meses, van a condicionar esta segunda mitad de mandato cada vez más: el gran desafío argentino de la alternancia política. Lo que el Gobierno bautizó este año como “riesgo kuka”. ¿Quedó atrás o nuevos errores del Gobierno o dificultades externas pueden generar crisis de gestión que revitalicen las opciones opositoras más duras?
Si Milei quiere dejar un legado histórico, la alternancia en el poder con otro partido y, sobre todo, de un signo ideológico distinto representa su mayor desafío. Es un problema de mediano plazo, que en la Argentina es de dos años, el tiempo hasta una nueva elección y sobre todo si es presidencial. Pero su solución, o su agravamiento, se cocina desde este presente.
Por eso la importancia del trabajo político que Milei delegó en Diego Santilli, también en el nuevo tridente de Karina Milei, que suma a los vértices de Martín Menem y Patricia Bullrich en el Congreso. El vínculo transversal con la política que encara el mileísmo no debería quedar restringido a un asunto meramente táctico, una movida de ajedrez para conseguir apoyo para reformas claves. La fórmula del éxito legislativo hecha de una dosis de caja para los gobernadores por votos para Milei es pan para hoy, pero puede ser cortoplacismo para mañana si el objetivo del Plan Milei es una transformación permanente y de raíz de la matriz cultural económica argentina. Esa tarea es compleja y escurridiza: cuando parece haberse alcanzado, todo cambia.
Revoluciones que no fueron
Hay que volver a 2014, cuando ya habían transcurrido casi tres mandatos y once años de kirchnerismo: una década supuestamente ganada. Generaciones enteras cocidas en ese caldo cultural hegemónico: el kirchnerismo se creía eterno; todavía se cree acreedor de una eternidad que últimamente las urnas no le confirman. “¿Qué quedará del kirchnerismo cuando el kirchnerismo deje el poder?”, se preguntaba el politólogo José Natanson en un artículo de Le Monde Diplomatique en ese 2014 donde presentaba el resultado de una encuesta de Flacso-Ibarómetro: el 61,8% de los argentinos estaba “a favor de una intervención activa del Estado en la economía”; el 50,5%, contra el 32,8%, consideraba que “el principal objetivo de un gobierno democrático” debía ser “la búsqueda de la igualdad antes que de la libertad”, y el 53,6% prefería “alianzas con la región antes que con las potencias del primer mundo”.
Once años después, en pleno triunfo de un presidente como Milei, que gana contra el discurso pro-Estado y contra la narrativa de la igualdad, una encuesta del Pew Research Center de hace cuatro meses mostró que para el 43% de los argentinos, Estados Unidos es el principal aliado de la Argentina, muy lejos de Brasil y China, que solo un 11% reconoce como tal. Solo un 24% de los argentinos considera a Estados Unidos la mayor amenaza, una caída de 16 puntos respecto de 2019, tan solo seis años atrás, cuando esa percepción negativa alcanzaba el 40%.
Por eso está claro que la revolución cultural es un sueño complejísimo. El aceleracionismo mileísta puede producir las mismas percepciones embriagantes que experimentó el kirchnerismo: creer que se está ante un proceso de cambio cultural profundo, concluido, dueño de una legitimidad superior del que solo queda esperar continuidad y éxitos. El kirchnerismo es uno de los espejos en que debe mirarse el mileísmo.
Aun en el caso de que el Gobierno consiga los votos de la oposición blanda e inclusive de diputados y senadores del peronismo-kirchnerismo y logre pasar todas las reformas, el aceleracionismo reformista del mileísmo puede conducir al regreso de lo mismo. ¿Cómo asegurar la transmisión intergeneracional de la racionalidad macroeconómica?
Lecciones chilenas para Milei
Hay lecciones que llegan desde países vecinos, que dejaron la inflación de dos dígitos anuales en el pasado y lograron transversalidad de políticas de Estado claves en lo económico y en lo social. Las elecciones del domingo vuelven a poner el caso chileno sobre la mesa. Chile es un ejemplo clarísimo del factor clave de la continuidad de la visión cultural económica con alternancia política. La continuidad chilena desafía la corrección política: la racionalidad macroeconómica no solo se sostiene desde el regreso de la democracia, en 1990, entre los cuatro presidentes de la Concertación chilena de centro y centroizquierda –Aylwin, Frei, Lagos y Bachelet–, la centroderecha de Piñera y la izquierda de Boric, que llegó en una alianza propia con el Partido Comunista. También hay continuidad fundamental entre la macro chilena de la dictadura de Pinochet a la democracia chilena, que continúa con una matriz económica en parte fundada en esos años. Lo explica con precisión el economista chileno Sebastián Edwards en su libro El proyecto Chile. La historia de los Chicago Boys y el futuro del neoliberalismo. Fue la segunda generación de los Chicago Boys a mediados de los 80, todavía con Pinochet en el poder, la que puso los pilares para la racionalidad macroeconómica y la flotación entre bandas que llevó a la baja de la inflación a dos dígitos anuales en diez años y en otros diez, a un dígito por año. Sobre esa primera normalización, Chile produjo una reducción de la pobreza del 40% en 1990 al 6,5% en 2022-2023.
La llegada al poder de Boric no implicó una ruptura de esa matriz, al menos conceptualmente: “Desde la izquierda tenemos que dejar de pensar que la responsabilidad fiscal es una cuestión de derechas. Debe ser una política de Estado porque además es lo que garantiza que uno pueda llevar adelante procesos de reforma”, dijo Boric en abril de 2022, a poco de asumir. Ahora cierra su gobierno con un legado fiscal cuestionado, que en 2024 dio como resultado un déficit fiscal del 2,7%. De ahí los cuestionamientos que reciben su gobierno y también la candidata presidencial Jeannette Jara, la ministra de trabajo de Boric hasta mediados de este año.
Más allá de las críticas chilenas a las gestiones de gobierno, desde la mirada argentina es un proceso virtuoso de alternancia sin riesgo en la institucionalidad macroeconómica. La crisis de 2019, que generó un intento de reforma constitucional, primero con giro extremo a la izquierda, fue finalmente rechazada por la sociedad. En ese punto, el voto chileno se volvió garante de una continuidad de la matriz macroeconómica. En el balotaje del 14 de diciembre entre Jara, del Partido Comunista, y Kast, representante de la derecha chilena, el votante enfrentará esa disyuntiva nuevamente. Aun desde la izquierda más dura y como exfuncionaria de una gestión con déficit fiscal, el compromiso electoral de Jara apunta en su enunciación de la “responsabilidad fiscal”.
La alternancia y sus riesgos para un proyecto de país es “el” problema político para Milei. Detrás está la preocupación por un lugar común de la Argentina: el movimiento pendular de sus políticas de Estado. Cuando asume un signo ideológico distinto, no se producen cambios necesarios o correcciones marginales de rumbo, sino volantazos estructurales que alejan a la Argentina del camino racional. El menemismo es un ejemplo: su costado reformista, el más revalorizado en los últimos años, quedó fuera de combate con el desembarco kirchnerista. Otro espejo donde el mileísmo podría encontrar signos de alerta.
Por Luciana Vázquez
Fuente: La Nación

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