Sopa con moscas no es sopa de moscas

Uno de los grandes desafíos para el pensamiento social en la Argentina de hoy es encontrar explicación al largo fracaso en la edificación de aquel país extraordinario que auguraban los visitantes europeos del siglo XIX. Se iban deslumbrados ante la potencialidad de estas tierras por la conjunción de impresionantes riquezas naturales y población educada. Su visión de ahora sería incapaz de comprender nuestra penosa realidad a la luz de aquella potencialidad que conserva, aun con degradaciones que asombran, una provocativa presencia ante experimentados dirigentes del ámbito internacional.

Muchos se han empeñado en la búsqueda de los motivos de la decadencia argentina, identificando múltiples causas; entre ellas, una que en estos años se ha transformado en protagonista estelar: la corrupción. Sin adentrarnos en el análisis del enorme impacto que este funesto condicionamiento ha tenido históricamente en el funcionamiento del país, resulta notorio que, desde los juicios de residencia virreinales hasta nuestros días, su evolución en magnitud solo puede entenderse por el acostumbramiento social a convivir y desarrollarse bajo tamaño flagelo.

Existe, entre los ciudadanos de a pie, la arraigada percepción de que los políticos ceden a prácticas reñidas con las altas funciones de servidores públicos para las cuales son elegidos. Si hasta pareciera normal, con meritorias excepciones, que los políticos roben. Y que lo hagan con la indispensable contrapartida encarnada en empinados elementos de la pirámide social habituados a comprar voluntades políticas en un intercambio de prebendas.

El acostumbramiento social al flagelo de la corrupción es tan peligroso para el futuro del país como la propia corrupción

Esta creencia se halla arraigada en la base de los paupérrimos niveles de credibilidad en la política que arrojan las encuestas de opinión en los últimos años. Está en la base del “que se vayan todos” de 2001 y en la definición peyorativa de los políticos como “casta” que hoy cosecha sorprendentes adhesiones, en número y franjas etarias y sociales disímiles.

Tal nivel de desconfianza ciudadana en los actores del entramado político compromete seriamente al sistema institucional de la república. Ahuyenta de la arena política a gente imbuida de auténticos valores cívicos, dispuesta de otro modo a hacer aportes personales, incluso a muchos jóvenes que podrían contribuir al recambio generacional. Tanto los escándalos de corrupción que se ventilan en la prensa y los larguísimos procesos que se llevan a cabo en los tribunales, como las acusaciones lanzadas entre dirigentes políticos en la disputa por sus cuestiones internas no hacen sino extender aquella imagen tan negativa, acercándola peligrosamente a una nefasta generalización.

Jamás deberían ser aceptadas como parte de nuestra cotidianeidad las prácticas delictuales de cierta dirigencia acostumbrada a comprar voluntades políticas en un intercambio de prebendas

Urge que el sistema político sea capaz de desmentir en los hechos esa arraigada percepción disvaliosa de la ciudadanía. Urge que, desde las diversas estructuras partidarias, se realicen acciones concretas que puedan revertir el espeso manto de sospecha y descrédito que afecta a la política. Urge encauzar la condena por este estado de cosas a través de los canales de la ley y lograr el apartamiento y el castigo de los corruptos a partir del efectivo control ético de los afiliados o simpatizantes sobre la conducta de dirigentes y funcionarios.

Proponemos evitar que una mal llamada tolerancia a la impunidad, que atenta contra los principios de probidad y ascetismo republicanos, o la defensa corporativa de quienes se aferran a estos vicios permitan que el accionar de políticos corruptos desacredite la actividad política en general. Basta de políticos corruptos atrincherados detrás de sus fueros.

Hagamos posible que la ciudadanía perciba que no se le ofrece como única alternativa un plato de “sopa de moscas”, sino que hay también un plato de “sopa con moscas” que debe sanearse de manera imperiosa.

Fuente: La Nación

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