Una batalla entre la razón y la fe

Es tal el acostumbramiento al desfalleciente señorío de las instituciones que nadie ha preguntado, hasta dónde sabemos, cómo los efectivos de seguridad del Congreso no sacaron de una oreja, para echarlo a la calle en calidad de sujeto indeseable, a quien se atrevió a dirigirse a diputados de la oposición en gesto francamente obsceno desde un palco preferencial del recinto.

Cómo haber esperado, en realidad, esa lección, la más elemental imaginable en un espacio público de supuesto decoro, cuando la ofensa no era, en rigor, más que una módica gota en el mar de tormentosos desvaríos que vienen de lejos.

El país naufraga entre conductas rayanas en la insensatez. Se hunde por la incompetencia, irresponsabilidad administrativa y descaro de un gobierno cuyo objetivo central en cuatro años ha sido lograr la impunidad para actores de gravísimos delitos de corrupción pública. No vinieron mejores como alardeaban a fines de 2019; vinieron peores, como lo comprueba el nuevo escándalo en el antro de la Legislatura bonaerense, cocina de nefastas componendas partidarias en los cuarenta años de democracia.

Allí ha anidado la causa principal de la destrucción del radicalismo bonaerense, que solo ahora empieza a reconstruirse, paso a paso, de la mano de un nuevo dirigente, Maximiliano Abad. Buenos Aires fue el corazón del partido de Hipólito Yrigoyen, de Ricardo Balbín, de Raúl Alfonsín.

El hartazgo de la sociedad con el estado de tierra arrasada que han dejado las últimas generaciones políticas tiene su explicación principal, pero no única, en los resultados del comportamiento de la versión más inútil para el interés general que haya generado el peronismo, la de quienes todavía lo regentean en estos días de tragedia económica, social y moral. No se salvan de las quejas colectivas franjas importantes de la oposición, tanto las de vieja como de nueva data que están en la tarea de enmendar los desafueros cometidos hasta entre aliados en la competencia que precedió a las elecciones primarias y abiertas del 13 de agosto.

Desde el triple empate de esa jornada las condiciones generales de la República han empeorado, algo que por definición estaba más allá de lo verosímil. Ha sido por la concurrencia de factores de naturaleza diversa.

Sea por la incertidumbre abierta sobre lo que sucederá en la primera vuelta electoral del 22 de octubre y por la ilimitada capacidad de quebrantar compromisos del ministro-candidato, Sergio Massa. Sea por el desafío permanente de Javier Milei, hasta aquí el principal aspirante a la Presidencia, a todas las reglas indicativas de sentido común en la política y en la vida. Sea por un sentimiento derrotista, morigerado en los últimos días, pero perceptible aún, en las filas de quienes acompañan a la candidata del orden y la moderación, Patricia Bullrich.

Los extranjeros se sorprenden de que la transgresión de leyes y hábitos de convivencia mínima en el mundo civilizado se produzca aquí sin erizar la piel de las buenas gentes. Deberían saber que es una piel macerada a fuego lento por décadas de espanto. Y, sin embargo, se sorprenden también porque de forma contradictoria, y desde lo más profundo de la sociedad, ha emergido el fenómeno por el que la Argentina protagoniza un momento extraordinario. Tanto, que ha sacudido la atención mundial.

Esa misma sociedad por larguísimo tiempo anestesiada, empobrecida en múltiples órdenes, con evidencias de insuficiente sensibilidad para reaccionar frente a la corrupción descomunal de políticos, burócratas y empresarios usufructuarios de la economía regulada; perezosa para erguirse y dejar atrás un período en exceso brutal de humillaciones y heridas inferidas al cuerpo y espíritu de la Nación, parece estar diciendo basta. Palabra milagrosa: basta.

¿Será, definitivamente, cierto? Saberlo en plenitud es, hoy, más arduo que dictaminar si Milei será, como coinciden en general los encuestadores en divagaciones periódicas, el próximo presidente de los argentinos. O si será el meteorito con el que sueñan los adversarios y se estrellará de la manera más fulminante de que haya memoria en la historia de la política argentina. No es necesario explicar la diferencia abismal de grado entre una hipótesis y otra.

En otras palabras: ¿la consideración de una Argentina que dice basta es un espejismo que nos distrae y volverá a arrojarnos, como otras veces, contra la realidad que abruma, desalienta, paraliza, expulsa, pero que niegan con absoluto desparpajo los gobernantes y legisladores enriquecidos en el ejercicio de la política o aquellos otros que aspiran a medrar con ventajas ocasionales? A esa trama pertenece el caso desalentador del puñado de diputados radicales de Juntos por el Cambio que transaron, ajenos a las normas de disciplina y lealtad en una coalición, tan cruciales por razones de orden general en estas horas, con el oficialismo emperrado en obtener una ley que, sin la debida contrapartida presupuestaria, ahonda más todavía la espiral inflacionaria.

Convengamos que si se tuviera por acreditado que la Argentina está diciendo basta por los resultados electorales que paralizaron el corazón cívico de los argentinos el domingo 13 de agosto, lo habría hecho de un modo que ofrece poco para celebrar. Hasta aquí lo único que habría cambiado hacia adelante es la fuente de las angustias.

Hemos padecido la pesadilla de cuatro gobiernos kirchneristas. La aflicción por esa experiencia terrorífica no se moderaría ni en la hipótesis de que Massa procure convencer a la sociedad de que representa una versión mejorada del kirchnerismo: es irrebatible que no se puede mejorar lo que es inmejorable. Para colmo, viejos peronistas advierten que la dupla Néstor-Cristina habría sido un poroto al lado de lo que podría llegar a ser la dupla de Sergio-Malena.

Ahora nos encontramos con otro fenómeno. Un fenómeno personalísimo, por igual de preocupante, aunque ajeno, al menos, a la captación de electores a expensas de despilfarros del Estado y a la propensión de alineamientos en política exterior con regímenes que reniegan de los derechos humanos: Cuba, Nicaragua, Venezuela, ¿por qué no Rusia, también?

Estamos en situación catastrófica sin haber caído al abismo de aquellos otros países de la región. Solo la inercia de las grandes tradiciones institucionales ha puesto al país a salvo aún de que lograran sus objetivos quienes se han esforzado por años en destruir las libertades de la República. ¿Qué habría sido de la Argentina de haber sucumbido en toda la línea a la mitomanía de quienes combatieron en el siglo XX con armas y ayuda extranjera, por implantar la patria socialista? ¿No fue también eso genocidio por las muertes ocasionadas?

Si la imposibilidad de encontrar respuesta a la gran pregunta que obsesionaba a Octavio Paz en México de cómo reemplazar al Estado patrimonialista por un Estado moderno ha llevado a la Argentina por igual a una situación penosa, ¿por qué preocupa una eventual victoria de Milei? En su dogmatismo libertario ha apuntado hacia aquella transformación en los discursos, bien que salpicados de demasiadas idas y vueltas en algunas de sus ideas más temerarias.

Es natural que desde el populismo de izquierda a la izquierda trotskista se escandalicen con las posiciones doctrinarias de Milei. Los primeros no han hecho en los cuatro gobiernos más que aumentar de modo sideral la pobreza en la Argentina, acentuando los rasgos del régimen patrimonialista; los segundos, dicen que quieren menos pobres, y proponen, como se escuchó en el debate entre los candidatos a vicepresidente, la locura de que el progreso y un mayor bienestar para los trabajadores funcione con menos días de trabajo y rechazo de los presupuestos indispensables para una economía en expansión.

También se recela de Milei desde la moderación del centro y del liberalismo con tradiciones fundadas en la tolerancia, la crítica, la austeridad, la división estricta de poderes y las libertades de prensa y expresión. Si el modelo de Milei son los Estados Unidos, el país de Jefferson, no debería haber problemas con él por ese lado; lo inquietante del asunto es que cree en los Estados Unidos de Trump. Es su propensión a la desmesura, a un estado de permanente excitación sin el sosiego de aptitudes indispensables para la reflexión que requiere el ejercicio del poder. Se dirá que no han sido esos los atributos de la mayoría de los gobernantes de este siglo: los dos Kirchner, el pobre Fernández. Es cierto, y así estamos.

Sabemos de colegas que llevan un historial minucioso de todas las declaraciones de Milei despachándose contra el periodismo. En una reunión de profesionales de este oficio se comentó la percepción de que Milei habría logrado intimidar a algunos cronistas. Ese tipo de observaciones se pueden verificar objetivamente. ¿Le formulan repreguntas, o no? Se trata de un tema complejo, porque sólo está en condiciones reales de repreguntar quien tiene conocimiento cabal sobre lo que indaga.

Milei ha insistido en vagas, aunque enfáticas denuncias, sobre el periodismo que califica de “ensobrado”. Utiliza una palabra de la jerga del oficio por el dinero que puede cambiar de manos por debajo de la mesa.

Cuando habla en esos términos, Milei ignora, o pretender ignorar, que en el periodismo hay una inmensa legión de hombres y mujeres honestos, con alguna frecuencia mal pagos según mi propia opinión, inconmovibles en la rectitud a pesar de las tentaciones con las que a veces se pretende comprar conciencias. Mal proveniente desde antiguo tanto de la esfera pública como privada. También en esto ha llegado la hora de decir basta. Si el señor Milei tiene denuncias para hacer, que las haga, con nombre y apellido, y cada uno sabrá cómo sacarse el sayo de encima.

Este domingo habrá elecciones provinciales en Mendoza. Pareciera que el radicalismo retendrá la provincia y que el peronismo hará una mala elección. La mayor incógnita es si Omar De Marchi conquistará o no, con la disidencia conservadora de La Unión Mendocina que ha salido al cruce de Cambiemos, el número suficiente de bancas que impidan a Alfredo Cornejo mantener para su partido el control de la Legislatura.

Milei carecerá en Mendoza de un candidato a gobernador que represente a La Libertad Avanza. Aumenta así el número de provincias en que estará desasistido de políticos de directa confianza en caso de acceder a la Casa Rosada, al margen de la pobreza de adictos con la que debería arreglarse en el Congreso.

Si el triunfo de Cornejo se confirmara, Patricia Bullrich podría entrar en su mejor semana después del 13 de agosto y de los largos días en que trasmitió haber sentido los efectos del síndrome de Milei. “Le contaron 8″, observó con picardía un viejo radical fiel a su candidatura: “Pero ya está de pie y en pelea”.

En esas primeras semanas que siguieron a las PASO, Bullrich dio la sensación de retroceder y de quedar en tercera posición, detrás de Massa. Ahora se estaría revirtiendo esa situación con la maquinaria de los partidos de la Coalición en funcionamiento para defender por principio a los propios candidatos en cada distrito. Si bien el presidente de la UCR, Gerardo Morales, está distante de los primeros planos de la campaña nacional, ya tiene de por sí bastante trabajo, anotan observadores agudos, con recuperar en Jujuy los dos senadores que va perdiendo según los resultados de las PASO.

Los candidatos son prisioneros de las reglas de una campaña con creciente influencia de las redes sociales. En Instagram, Milei tiene 2,6 millones de seguidores; Bullrich, 584.917, y Massa, solo 180.000. En TiKTok, Milei tiene 1,4 millones de seguidores y Patricia 213.00; Massa veintitrés veces menos seguidores que Milei. En Twitter, domina Patricia Bullrich: 1.517.108 seguidores contra 947.219 de Milei. Cuesta creer que el candidato oficialista estime que le alcanza para asegurarse el ballottage con la benevolencia de la Televisión Pública o de la agencia estatal Télam.

Se atribuye a Lisandro de la Torre haber dicho que el verdadero éxito consiste en superar las expectativas. Con las PASO, las expectativas sobre Juntos por el Cambio se derrumbaron con el estrépito del piano que cae desde un octavo piso. La perplejidad por lo ocurrido ha demorado incluso entre sus dirigentes la consideración de que el triple empate -LLA, 29,86%; JxC, 28%, y UP, 27,28%- ha sido apenas menos airoso que lo acreditado por Mauricio Macri en las PASO de 2015, en el momento de su mayor esplendor político: 30,12%. En ese tren de reacción descubren, además, que en circunstancias equivalentes de 2019 JxC logró el 32,08% de los sufragios, cuatro puntos más que los del 13 de agosto.

El triunfo del domingo en Chaco, sobre uno de los gobernadores más influyentes del oficialismo, y en la provincia que por su constitución de 1951 tuvo por algunos años el nombre de Perón y no el de Chaco, entonó a los seguidores de Bullrich casi más que el éxito del domingo 10 en Santa Fe.

Ese entusiasmo renovado no debiera impedirles la comprensión de que la política está más segmentada hoy que en el pasado. Que las elecciones provinciales sirven menos que antes de simulacro de las elecciones nacionales. Que sopla un nuevo viento federalista pese a que dos de los principales candidatos son porteños y el tercero ha nacido en el conurbano fronterizo con la ciudad de Buenos Aires. Que la candidata debe trazar a los argentinos un horizonte esperanzador. Que trasuntar alegría, fuerza y confianza, y no solo la bronca, es un ingrediente vital en una dura competencia. Que la elección crucial es por la presidencia. Nadie, por mayor solvencia intelectual o caudalosas habilidades histriónicas que encarne, puede reemplazarla en aquel papel decisivo.

Por eso serán de alta influencia los dos debates presidenciales en ciernes. Allí se pondrá a prueba sobre todo la templanza temperamental de los candidatos. Es un tema en el que una de las mayores curiosidades se centrará en registrar el grado de impermeabilidad de Milei a la provocación de los adversarios. Procurarán que afloren los rasgos psicológicos más débiles de su personalidad y será su prueba de fuego.

La Argentina está peor que el resto del mundo, pero el mundo ha atravesado el siglo XXI por demasiadas crisis políticas respecto de sus líderes. Tenemos, es verdad, a una expresidenta y actual vicepresidenta de la Nación condenada en una causa y procesada en otras. Pero qué han sido, acaso, los avatares de Lula, en Brasil; del expresidente Correa, en Ecuador; de Jacob Zuma, en Sudáfrica; de Benjamín Netanyahu, en Israel; de Nicolas Sarkozy, en Francia; o del finado Silvio Berlusconi, en Italia, por no mencionar en detalle a varios presidentes que fueron echados en Perú, y a tantos otros más.

Son tiempos mundiales de personajes bufonescos. La boca de los psicoanalistas se haría agua con la posibilidad de acostar en el diván a Boris Johnson, expremier británico; a Jair Bolsonaro, que presidió Brasil, o a Donald Trump, tan asociado con los sediciosos que ocuparon el 6 de enero de 2021 el Capitolio. Tan influyente todavía en el Partido Republicano que seis, entre los ocho candidatos que participaron del primer debate televisivo de la campaña electoral en curso, levantaron la mano cuando les preguntaron si apoyarían al expresidente de obtener el año próximo la nominación presidencial. Estos últimos, también candidatos al diván, ¿no?

Así las cosas, nada es más apropiado que volver a la lectura del libro clásico de Luigi Zoja sobre Paranoia. La locura que hace la Historia. Zoja enseña que la paranoia es contagiosa y se alimenta siempre de una mala información. El paranoico no conoce la duda ni tiene problemas de fe: su verdad es un a priori que existe desde siempre. “Una de las fuentes en las que abrevó la paranoia de Hitler -dice Zoja- fueron Los Protocolos de Sion, que había confeccionado la Ojrana, policía secreta del zarismo. Para Hitler carecía de importancia si los Protocolos eran una falsificación o no”.

Para Hitler la historia del último siglo demostraba que los Protocolos eran verdaderos y los judíos no tenían por lo tanto salvación según él. Zoja dice bien que la lógica de la sospecha agota todas las alternativas. Llegados a ese punto, no hay espacio para el raciocinio, y tal vez, hasta para la piedad.

Las semanas que restan para el 22 de octubre pondrán a prueba la voluntad de los argentinos de someter su futuro, antes de votar, al filtro del razonamiento. De lo contrario, renunciarán a examinar los hechos de la realidad y se someterán a las reglas de una moda política fundada sobre las mismas bases de una religión. La fe.

Que me perdone Jean Guitton desde la tumba.

José Claudio Escribano

Fuente: La Nación

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