Violencia delictiva, desprotección e impotencia

El asesinato del chofer de colectivo Daniel Barrientos en la localidad de Virrey del Pino, en La Matanza, es otro claro ejemplo de un Estado ausente a la hora de garantizarle seguridad a la población.

La inseguridad crece al ritmo del delito como preocupación social en los sondeos de opinión pública. En la provincia de Buenos Aires ya supera incluso a la inflación, de acuerdo con algunas mediciones. La inquietud ante ese flagelo aumenta en municipios como el de La Matanza, corazón del poder kirchnerista, al tiempo que la mayoría de los habitantes del conurbano bonaerense se sienten inseguros en el transporte público o a la espera del tren o el colectivo. Mientras tanto, ni el gobierno nacional, ni el que encabeza Axel Kicillof, ni mucho menos el enmudecido intendente matancero, Fernando Espinoza, dan muestras de registrar las cuestiones que más preocupan a la sociedad; inmersos en un clima de campaña y luchas intestinas que solo confirman su inoperancia y su desidia para consustanciarse sensiblemente con la ciudadanía a la hora de hallar las soluciones que se les reclaman.

El ciudadano de a pie, ese que sale a trabajar todos los días cuando despunta el sol, queda a merced de criminales porque quien debería protegerlo lo abandona. La muerte de Barrientos ha vuelto a irritar a una sociedad cansada que transita este nuevo y luctuoso episodio entre la pena, la indignación y el miedo, apenas uno más en una larga secuencia de vidas perdidas a manos de delincuentes en un medio de transporte público, en un quiosco o en una calle cualquiera.

Todos somos Barrientos porque la inseguridad arrecia a lo largo y ancho del país. Y la paciencia tiene un límite cuando la vulneración de los derechos es tan evidente como sostenida.

Las principales víctimas de tantos delitos de sangre son, generalmente, los más vulnerables. Son aquellos que viven en barrios a los que la policía no entra, territorios dominados por organizaciones de narcotraficantes frente a las cuales no existe la necesaria voluntad política para combatirlas. Cuando se van a trabajar, nunca saben si regresarán con vida, como le ocurrió a Barrientos, a días de jubilarse. Allí es más frecuente que la violencia criminal termine en desgracias, que estalle sin motivo o que convierta a un teléfono celular en moneda de cambio por una vida.

Familias enteras viven con miedo en vastas zonas del Gran Buenos Aires, y mudarse no es para la gran mayoría de ellas una alternativa, puesto que ya no transitan aquel progreso que en el pasado les aseguraba la ansiada movilidad social que podía llevarlas a elegir un barrio mejor. Cargados de promesas populistas, los gobiernos kirchneristas las han encadenado a la desgracia tanto como a la dependencia. En medio del escepticismo y la desesperanza, solo procuran sobrevivir, preguntándose cada día si no encontrarán la muerte a la vuelta de la esquina frente a delincuentes comunes para quienes la vida no vale nada. La peor delincuencia encuentra territorio liberado, fértil para reclutar “soldaditos” que harán carrera en la venta de droga, ocultando armas y disputándose sangrientamente sus prerrogativas.

Meses antes de concluir la que seguramente la historia recordará como una de las peores gestiones gubernamentales, sin planes ni programas serios de ningún tipo, tampoco la inseguridad encuentra coto. El delito no se controlará con promesas ni con medidas afines a las zaffaronianas teorías garantistas, como las que promovieron la liberación de presos en tiempos de pandemia, sino mediante una política criminal eficiente y coordinada.

El hartazgo ciudadano se expresó en esta oportunidad en la furia desatada por representantes del gremio de colectiveros. No nos cansaremos de insistir en que nada justifica la violencia, está claro. Como claro resultó también que el demagógico y poco profesional ministro de Seguridad bonaerense, Sergio Berni, no midió el riesgo de presentarse, una vez más ante las cámaras, bajando solo de un helicóptero en territorio claramente hostil tras lo acontecido. Increpado por el incumplimiento de sus reiteradas promesas a un sector indignado que había perdido a otro de sus pares –antes habían perdido la vida Leandro Alcaraz y Pablo Flores–, golpeado, apedreado y contra la pared, fue para muchos el reflejo de un poder político interpelado por una sociedad harta e impotente frente a la inseguridad de todos los días.

Los posteriores esfuerzos de Berni por patear la pelota fuera de la cancha y repartir culpas fueron tan patéticos como esperables. Sugerir que “le tiraron un muerto” con intenciones políticas es un argumento que desconoce que, lamentablemente, crímenes como los que sufrió el chofer Barrientos ocurren prácticamente a diario. No es factible recurrir a teorías conspirativas ni acusar a la oposición política para justificar la inoperancia de un gobierno y la falta de coordinación en materia de seguridad entre los gobiernos nacional y bonaerense. Un funcionario que elude su responsabilidad y busca atajos para justificar lo injustificable no debería permanecer un minuto más en el cargo.

La sociedad argentina, y en particular los habitantes del conurbano bonaerense, está hastiada de demagógicos relatos que hablan de un supuesto “Estado presente” que solo atiende los intereses y privilegios de quienes viven del sector público, pero que es incapaz de garantizar los derechos más básicos de la población.

Se impone que quienes tienen el deber de gobernar lo hagan cumpliendo la ley y recomponiendo el sano principio de autoridad, con mano firme y objetivos claros. Encauzar estas y otras tantas cuestiones, a través de medidas certeras y de programas ejecutables que devuelvan la tranquilidad a la ciudadanía, será uno de los tantos desafíos que deberá enfrentar el próximo gobierno. En paz y sin violencia.

Fuente: La Nación

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