Una política criminal con hijos y entenados

En medio de un índice de inseguridad tan creciente como preocupante, se conoció recientemente una polémica medida adoptada por la interventora en el Servicio Penitenciaro FederalMaría Laura Garrigós de Rébori: ordenó que no se les informe más a los jueces si los sentenciados se arrepintieron de su delito al momento de tener que decidir si se les conceden beneficios como la libertad condicional, la libertad anticipada o salidas transitorias.

La exjueza y extitular de la agrupación Justicia Legítima fundamentó la derogación de las normas que regulaban la forma de confeccionar las historias criminológicas de los sentenciados en que, a su juicio, todo registro sobre respuestas afectivas del condenado –sean sobre la conducta delictiva cometida, la condena recibida o el tránsito carcelario– “se construyen indefectiblemente sobre la intromisión en la vida interna de la persona que ha recibido una sanción penal, por la cual ya se encuentra cumpliendo pena, y el fuero íntimo de su personalidad: ámbitos en los cuales el Estado no puede inmiscuirse”.

Resulta curioso, incluso desde el sentido común, que se sostenga que se puede violar la intimidad de un detenido con preguntas claves para valorar la situación psicosocial de un condenado que deberá reinsertarse en la sociedad

La funcionaria, designada en el cargo por el presidente Alberto Fernández, amplía su interpretación al sostener que tampoco corresponde “agravar las condiciones de la pena condicionando el usufructo de los derechos liberatorios a partir de variables como el arrepentimiento, los sentimientos de culpa, el posicionamiento frente al delito, la conciencia del daño, la capacidad empática, la presencia de deseos reparatorios o reinvidicativos, de emociones como el miedo, la satisfacción, la indiferencia, entre otras respuestas afectivas”.

Es cuanto menos curioso, incluso desde el sentido común, que una alta funcionaria penitenciaria considere que se viola la intimidad de un reo con preguntas que son vitales para quienes buscan valorar en qué situación psicosocial se haya un condenado para reinsertarse paulatinamente en la sociedad. Es como decirle a un empleador que tendrá prohibido preguntar a los aspirantes a conseguir un trabajo sobre cuestiones vinculadas con su forma de manejarse en la resolución de conflictos, su perfil familiar y social o su predisposición para integrar equipos porque, de hacerlo, estaría inmiscuyéndose en aspectos de su personalidad.

Para llegar a esa más que cuestionable resolución, Garrigós de Rébori hizo una serie de consultas, entre ellas, al excandidato de Cristina Kirchner para ocupar la Corte Suprema de Justicia y actual embajador en Italia, Roberto Carlés, quien interpretó que la valoración del arrepentimiento de un delincuente condenado responde a una evocación de preceptos católicos que se basan en la actitud frente a la víctima por parte del responsable de un hecho delictivo y que ese arrepentimiento interno y personal no debe ser tomado en cuenta en un sistema laico.

Considerar que los funcionarios presos son presos políticos es otro signo clarísimo de la desviación conceptual que se pretende imponer por sobre la fuerza de las leyes y los más elementales criterios de razonabilidad

Es sabido que tanto Garrigós como Carlés abrevan en la doctrina zaffaroniana de un garantismo rayano en el abolicionismo que resulta una afrenta para las víctimas de delitos y para los millones de ciudadanos que ansían vivir en un país seguro. Durante la pandemia, miles de presos de diversa peligrosidad fueron enviados a cumplir prisión domiciliaria. Muchos de ellos, incluso, se asentaron cerca de quienes fueron sus víctimas, generándoles un comprensible temor e incomodidades de todo tipo, como si su derecho a vivir tranquilas y de mantenerse a salvo de posibles reincidencias de sus atacantes directamente no existiera o se tratara de un derecho inferior. Otros condenados dieron por confirmadas las peores presunciones aprovechando tales “flexibilizaciones” judiciales para volver a delinquir.

Resulta pues esperable que la doctora Garrigós adopte este tipo de decisiones tan controvertidas e inadecuadas, pues responden a su manera de pensar. Sin embargo, no pueden menos que causar estupor en épocas en que el delito se enseñorea a lo largo y ancho del país sin que se advierta de parte de las autoridades un verdadero interés en combatirlo.

En junio de 2020, el mismo día de su asunción como interventora penitenciaria, ya podía empezar a vislumbrarse hacia dónde se orientarían sus líneas de acción. “El día que salgamos de la cuarentena es posible que tengamos un pico de delitos contra la propiedad por la situación económica”, dijo casi como una premonición inevitable de algo que pudo haberse prevenido. Se hizo poco y nada. Los resultados están a la vista: los delitos no cesan y son cada vez más violentos.

Debemos convertir las cárceles en lugares para la resocialización y no en aguantadero de presos para que sigan cometiendo delitos y hasta manejando bandas narcos desde el encierro

“No hay posibilidad de superar la superpoblación en las cárceles si no contamos con la alternativa del arresto domiciliario, con o sin control electrónico”, agregaba apenas seis meses después la doctora Garrigós durante una jornada de la asamblea anual del Comité Nacional para la Prevención de la Tortura, en la que destacó la labor “fundamental” del equipo de comisionados para garantizar los derechos de los presos.

Resulta lamentable la política –o la unidireccional política– criminal del actual Gobierno. Considerar que los funcionarios presos por corrupción son presos políticos es otro signo clarísimo de la desviación conceptual que se pretende imponer por sobre la fuerza de las leyes y los más elementales criterios de razonabilidad.

De parte de los funcionarios públicos se espera ejemplaridad, que acaten las normas y que no busquen subterfugios para esquivar su efectivo cumplimiento.

En lugar de proyectar decisiones erradas, debería atacarse el problema desde su raíz. Urge acordar y poner en práctica políticas de largo plazo tendientes a revertir la dolorosa pobreza que padece casi la mitad de los argentinos; a asistir a los más vulnerables con respuestas contundentes y no con dádivas que solo sirven para condenarlos a seguir en la dependencia y la miseria; a alentar la creación de fuentes de trabajo; a revalorizar el valor de la educación y el respeto por la autoridad; a hacer de las cárceles lugares para la resocialización, como dice nuestra Constitución, y no aguantaderos de presos para que sigan cometiendo delitos y hasta manejando bandas narcos desde el encierro, como el caso de Los Monos, en Santa Fe.

La superpoblación en las cárceles no se arregla excarcelando, sino tratando de evitar que se llenen. Es prioritario ponerse a trabajar sin más demoras para garantizar los derechos de todos los ciudadanos por igual.

Fuente: La Nacion

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