¿Shock benévolo o gradualismo cruel?

Cuando se mencionan los caminos posibles para estabilizar la economía, algunos proponen ir rápido y, otros, más despacio. La terapia de shock evoca trauma, temblores y agonías, aunque podría ser más benévola en sus resultados que su contracara: el gradualismo. La vía soft tiene mejor prensa y hace evocar el consejo del general Perón: “Todo en su medida y armoniosamente”. Parece más humana, más social, más empática. Y políticamente correcta, como soslayar la grieta e ignorar la corrupción.

Sin embargo, nadie aplicaría una inyección lentamente ni intentaría evitar una avalancha con andar cansino ni un tsunami jugando en la playa. El dilema es trágico, pues si los argentinos rechazan cualquier medicina, ambas alternativas resultarán tan crueles como la inoperancia actual. Un final inevitable, como relata William Shakespeare en las tragedias de Ricardo III o de Macbeth, pero sobre el fracaso de las naciones sin valores.

La Argentina avanza, sin prisa ni pausa, hacia un precipicio económico y social, debido al gasto público desmedido y su hija dilecta, la inflación. En la turbulencia aumenta cada día la cantidad de pobres e indigentes, la deserción escolar, la delincuencia juvenil, el narcotráfico y la informalidad laboral.

Sergio Massa, el ministro del Interés Personal, logró que Gabriel Rubinstein, un economista otrora respetado, diseñe artificios para dilatar la caída y tener la posibilidad de ser candidato presidencial o, al menos, alcanzar algún prestigio como piloto de tormentas. Pero ninguna medida de fondo ni de shock ni gradualista. Todo ello con la complicidad del FMI, el enemigo público del kirchnerismo, que ahora es Thelma en el Ford Thunderbird que Louise acelera hacia el abismo.

Visto en perspectiva, parece una ilusión óptica –o una pesadilla– que nuestro país, de pocos habitantes, enorme territorio, grandes recursos y una tradición educativa desteñida, pero aún vigente, pueda estar en esta situación. Nuestra imagen “turística” induce a creer que el cambio está al alcance de la mano, con algunas medidas de reactivación, un plan de obras, un programa de empleo joven, líneas de crédito blandas y algo de promoción fabril. Pero no es así.

Analizando más de cerca, se advierte que nuestras crisis recurrentes no son resultado de guerras ni de catástrofes naturales, sino de un sistema de “ideas y creencias” mayoritario que solo conduce al camino del precipicio y no a otro. Ese sustrato de convicciones erradas impide alcanzar consensos políticos para estabilizar la Argentina, pues lo sostiene una trama de intereses creados, públicos y privados, a los que nadie quiere renunciar. Desde las armadurías de Tierra del Fuego hasta los jubilados sin aportes. Desde quienes manejan millones de la Anses hasta quienes viven del déficit de Aerolíneas Argentinas. Es la esencia del populismo y la base de su poder.

Lo prueba el historial lúgubre de la Argentina como incumplidora serial, cooptada por los dueños del Estado y los beneficiarios de la improductividad. Registra un sinnúmero de crisis fiscales, ruptura de contratos y estados de emergencia, incluyendo ocho defaults y dos hiperinflaciones. Durante los gobiernos kirchneristas se expropiaron empresas privatizadas, se estatizaron las AFJP (2008), se confiscó YPF (2012), se impuso el cepo cambiario (2011), se falsearon índices del Indec para no pagar deudas y se violaron marcos regulatorios de servicios concesionados, forzando a vender a sus titulares. Mediante subsidios costosísimos se pretende que el transporte y la energía estén alineados con salarios cada vez más devaluados, a costa de paralizar las inversiones. Y con planes sociales se pretende juntar votos y tapar el verdadero desempleo. Para esconder la inflación se controlan precios, tarifas, peajes, alquileres, internet, telefonía celular y prepagas, además de prohibirse exportaciones. Para ocultar la emisión se absorbe el ahorro bancario con letras y bonos públicos creando una situación insostenible. La cotización de la deuda argentina y el riesgo país reflejan la inminencia del noveno “default”.

La disyuntiva entre shock o gradualismo no es una cuestión técnica, como un plan de vuelo o un plan de negocios. Para determinar la viabilidad de cualquier programa se deben anticipar las eventuales reacciones de los mercados, de los grupos de interés, de los sindicatos, de las organizaciones sociales y de la opinión pública en general. Pasarlo por el tamiz de la política, aunque no para limarlo hasta la inoperancia, sino para hacer posible lo indispensable.

Un programa de shock exitoso no es para quien quiere, sino para quien puede. No basta con eliminar el cepo cambiario, los controles de precios y otras restricciones a la libertad económica sin encarar los problemas macro, pues se agravará la crisis. Se necesita consistencia interna, viabilidad inicial y sustentabilidad en el tiempo. Como bien señaló nuestro columnista Marcos Buscaglia, “la historia argentina muestra que los consensos no se logran en forma previa, sino luego de sus resultados; se adhiere a las políticas cuando mostraron ser útiles”. Si se lograse cambiar las expectativas de entrada, se podría asegurar su sustentabilidad posterior.

Un shock exitoso reduciría de inmediato el riesgo país, impulsándose la demanda de pesos, cayendo el dólar libre y también la brecha. Habría ingreso de capitales, expansión del crédito y fortalecimiento del poder de compra del salario. Y, sobre todas las cosas, se recompondría la paz mental de los argentinos, superando las angustias cotidianas para ordenar el presente y pensar en el futuro. Menos conflictividad social, menos piquetes, menos irritación, menos violencia. La magia de la confianza permite que los frutos de un programa creíble se anticipen y que el auge de recuperar la moneda alivie el costo inevitable de cualquier plan de estabilización. Es el shock benévolo, bien distinto al ajuste cortoplacista, improvisado y cruel, a costa de asalariados, cuentapropistas, beneficiarios de planes y jubilados que se aplica ahora.

La opción gradualista es el plan B, el second best de quienes reconocen sus limitaciones o cuyos pergaminos de “compromiso social” les inhiben aparecer como neoliberales ajustadores. Es un camino sin salida, pues la oposición, los sindicatos, los lobbies y los movimientos diversos bloquearán las medidas antes de que vean la luz. Configuran la trama de intereses corporativos que se enquistan y prosperan bajo el paraguas populista.

La situación hacia fines de año no dará tiempo para ser gradual. Se requerirán acciones inmediatas para corregir el rumbo y no bastará con desempolvar carpetas ni repetir muletillas para “poner a la Argentina de pie”. Si se extiende el cepo y se continúa emitiendo, mientras se convocan mesas de diálogo para concertar precios y salarios, el mercado realizará el ajuste de forma espontánea, llevándose puesto al dólar y a los precios, haciendo indigentes a los pobres y pobres a los que aún no lo son.

Si el capital político inicial fuese importante y la demanda social por estabilización fuese arrolladora, la reversión de las expectativas permitiría incluir ajustes graduales. Para ello, se requerirá un programa completo y contundente para recuperar la moneda (¿dolarización?), reducir el gasto, refinanciar deudas, introducir reformas estructurales y realizar la apertura comercial. Su aplicación, respecto a la eliminación de subsidios, la reducción del empleo público y la integración al mundo, sería gradual pero indefectible, pues cualquier retroceso o parpadeo posterior revertiría de inmediato la confianza ganada.

A fin de garantizar que no habrá marcha atrás, se debería sancionar un paquete de leyes, como en 1991, o una serie de decretos de necesidad y urgencia, como los que utilizó el “otro” peronismo desde 2001. También se debería exhibir que se dispondrá de financiación suficiente para atender los gastos de la reconversión. Es una senda estrecha, pero la única alternativa para quien asuma el gobierno en diciembre próximo.

Fuente: La Nación

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