Políticas públicas para las organizaciones sociales

Los partidos políticos aseguran al sistema democrático pluralidad de ideas, mientras que las organizaciones sociales garantizan diversidad de causas. El dirigente político suma una mirada generalista sobre los problemas de la sociedad, al tiempo que los dirigentes sociales aportan especificidad. Mientras que desde el Estado solo se puede hacer lo que está normado, desde la sociedad civil se puede hacer todo lo que no está prohibido. Frente a un sistema de partidos que genera militancia política, las organizaciones sociales cobijan voluntariado cívico. Ruidosamente el sistema de representación disputa poder mientras que la sociedad civil, silenciosa y eficientemente, lo enriquece y controla.

Sin embargo, pese a la importancia fundamental del rol complementario y de agregación de valor que tienen las entidades de la sociedad civil en el sistema democrático, permanecen a la intemperie de las normas y políticas públicas, siendo en muchos casos inevitablemente arrastradas a la informalidad.

Las prácticas empleadas hasta el momento por los diversos gobiernos, lejos de consolidar a las organizaciones de la sociedad civil, las han sometido a la discrecionalidad de los subsidios a cambio de obediencia; a la restricción de beneficios fiscales para perjudicar el fomento de la filantropía; a la negación de marcos legales que faciliten su formalización. El proyecto de ley ómnibus ahora retirado lamentablemente no se apartaba de esa lógica e ignoraba a las organizaciones sociales.

Algunos datos oficiales sobre las organizaciones de la sociedad civil argentina dan una idea de su dimensión. Según la AFIP, en 2011 existían 3722 asociaciones civiles y 3915 fundaciones inscriptas en el padrón de entidades civiles exentas del impuesto a las ganancias. En 2021, según informó el mismo organismo a la Fundación Poder Ciudadano, se encontraban registradas en el padrón de exención 12.480 asociaciones civiles y 3350 fundaciones.

Todas estas organizaciones –formalizadas o no– operan en un contexto marcadamente hostil. Falta un marco normativo, impositivo y laboral pensado para una gran diversidad de entidades y movimientos sociales con sus particulares modelos de financiamiento. Existe una superposición de controles y de vacíos legales que las someten a sanciones y acciones punitorias que entorpecen su funcionamiento.

La informalidad las priva, entre otras cosas, de contar con exenciones impositivas, recibir subsidios del Estado o donaciones o simplemente impide o vuelve engorrosa la simple apertura de una cuenta bancaria. Es necesario que la reglamentación de la figura de simple asociación permita formalizar sin más vueltas a la gran masa crítica de actores sociales –en su mayoría con fuerte presencia y compromiso en los segmentos menos favorecidos– condenada a operar sin reconocimiento legal ni beneficios fiscales.

Urge reformar la ley del impuesto a las ganancias que actualmente permite deducir donaciones orientadas a beneficiar a los partidos políticos, pero que inconcebiblemente impide desgravar donaciones a un comedor comunitario. Para su deductibilidad en el impuesto a las ganancias correspondiente al período 2011-2021, el total de donaciones declaradas por organizaciones sociales fue de 46.318 millones de pesos y de 4967 millones de pesos por fundaciones y asociaciones civiles. Esta cifra sería muy superior con un régimen de deducciones que promueva la filantropía, con todos los beneficios asociados para una sociedad tan necesitada de estas acciones. También es clave eximirlas del impuesto a los débitos bancarios y articular a los organismos de control como la IGJ, la AFIP y la UIF para que aporten información de manera unificada y no superpuesta.

Es imprescindible definir criterios universales y transparentes para el acceso de las organizaciones a los recursos públicos, sea a través de subsidios u otro tipo de mecanismos, para evitar que las asignaciones queden atadas a la discrecionalidad de los funcionarios de turno.

Se debería también instruir a la Cancillería para que ocupara el preponderante rol que le cabe como puente entre las organizaciones sociales locales y las fuentes de cooperación internacional.

Las nuevas autoridades tienen por delante una gran oportunidad para impulsar las reformas que las OSC históricamente reclaman. Contar con este tan ansiado como necesario marco normativo contribuiría a que pudieran promover las transformaciones estructurales en pos de la inclusión y la sustentabilidad que el país necesita. Hoy esa poderosa maquinaria funciona de manera limitada, trabajosa y esforzada, precisamente por las trabas que imponen las normas vigentes. Imaginemos el potencial que los cambios en este terreno podrían significar con enormes beneficios para tantos.

Fuente: La Nación

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