Pobres, pero progres

El sorpresivo triunfo de Javier Milei en las elecciones presidenciales ha revuelto varios avisperos. Uno de ellos es el de los activistas de la cultura nacional y popular.

Durante 20 años, el kirchnerismo utilizó los programas de estudio, los medios de comunicación, las voces de periodistas y las palabras de intelectuales para dar una pátina de progresismo a su estrategia de vaciamiento de las arcas del Estado. Obtuvo el apoyo de grupos que reivindican valores muchas veces inobjetables, en provecho de personajes sórdidos cuyo interés ha sido –y sigue siendo– el enriquecimiento personal a costa del bienestar general. Prefiriendo así ser pobres, pero progres.

Fue Antonio Gramsci quien mejor planteó, ante su público marxista, la necesidad de ir más allá de la lucha de clases política, para adentrarse en el mundo de la cultura, develando la hegemonía que la clase explotadora ejerce sobre la sociedad a través de ideas y creencias compartidas pero que la someten, mediante instituciones en apariencia democráticas, a una verdadera explotación inadvertida. Suele decirse que el kirchnerismo ganó esa batalla cultural, ya que tuvo ocasión de “lavar la cabeza” durante dos décadas a toda una generación de jóvenes que solamente escucharon esa interpretación gramsciana de la historia nacional, de sus conflictos y armonías, de nuestros próceres, estadistas y líderes populares.

Así que, además de los cambios indispensables para transformar la economía y mejorar el nivel de vida de la población, es indispensable que el nuevo gobierno también disponga un giro de 180 grados a la ideología de la decadencia que se adoptó desde 2003 con el perverso objetivo de legitimar un plan de expoliación al pueblo argentino, cuyo éxito se refleja en los índices de inflación y pobreza.

Para ello, podría adoptarse la misma receta del autor de los Cuadernos de la cárcel, pero en sentido inverso. Quizás el mismo Gramsci ayudaría a hacerlo, enterado que fuera del uso infame que el matrimonio presidencial dio a sus escritos. Sin duda, se alarmaría por el relato falseado de profesores revisionistas, actores clientelistas, filósofos sibilinos, cantautores acomodados, periodistas militantes, locutores sometidos y demás voceros funcionales al interés de sindicalistas ladrones, empresarios prebendarios, intendentes millonarios y militantes inescrupulosos. Solo ver las imágenes de cualquiera de ellos hubiese llevado a la tumba al fundador del PC italiano, antes de ser liberado de prisión el 21 de abril de 1927.

El sardo se horrorizaría al encontrar su panegírico en la página del Ministerio de Cultura de la Nación (“La cultura emancipadora de Antonio Gramsci”) y la consideraría una utilización tramposa de su imagen y pensamiento para legitimar una vulgar hegemonía del dinero mal habido usando el poder del Estado.

Poner la cultura oficial al servicio de contratos dirigidos, mercados cautivos, créditos privilegiados, concesiones fraudulentas, “cajas” apropiadas, retornos escondidos, pautas ficticias, proveedores digitados, dólares (oficiales) subastados, subsidios indebidos, designaciones torcidas y contratos fraguados configura un delito gravísimo por corroer dolosamente el capital social de los argentinos, hipotecando su futuro.

La Universidad Nacional de La Plata, en lugar de dar el premio Rodolfo Walsh (2011) al ex presidente de Venezuela Hugo Chávez por “afianzar la libertad de los pueblos” o a Evo Morales (2008) por su “compromiso con los valores democráticos” o de rendir homenaje al Che Guevara (2013) al cumplirse 46 años de su muerte, debería distinguir a quienes recuperen las virtudes que destacaron a nuestro país en el concierto de las naciones.

Es necesaria una nueva batalla cultural que, en lugar de exaltar levantamientos armados y luchas por la liberación, reestablezca los principios que convocan a trabajar con libertad, a superarse con esfuerzo, a destacarse conforme al mérito y a prosperar sobre la base del ahorro, recurriendo a historias bien argentinas, ocultadas por el kirchnerismo, y que conmueven de solo evocarlas. Cuando ser “progre” era ser ilustrado, entusiasta, confiado en el futuro y artífice del destino propio y colectivo.

Las nuevas generaciones deben saber que este era un país pobre, con población dispersa e iletrada, sin oro, ni plata, ni cultivos, ni infraestructura. Fue transformada por ideas progresistas, no por un golpe de fortuna ni por inversiones de un imperio colonial. En lugar de leer las zonceras de Arturo Jauretche o las denuncias de Scalabrini Ortiz, se debe volver a Juan Bautista Alberdi, cuyas obras parecen escritas para el momento actual. Lo mismo respecto de su contrincante, el “loco” Sarmiento (incluyendo sus célebres “Viajes” con sus humanos “Gastos”), los discursos vibrantes de Avellaneda, los debates enconados de la ley 1420, los ensayos de Juan B. Justo, el socialista liberal y los diarios de tantos extranjeros que recorrieron nuestro país en el siglo XIX y que dan testimonio impactante de aquella realidad.

Para potenciar los valores que se requieren en el momento actual basta recurrir a las hazañas que tuvieron lugar desde la Organización Nacional en adelante. Las historias de inmigrantes y las nuevas colonias como Esperanza, San Carlos y Moises Ville, instaladas en medio de la nada. Las biografías inspiradoras de los grandes educadores, como Sara Eccleston, Pablo Pizzurno y Rosario Vera Peñaloza o las vidas de luchadores de la salud, como Cosme Argerich, Guillermo Rawson y Enrique Finochietto, entre tantos otros, sin olvidar a Bernardo Houssay, Luis Agote o René Favaloro, en tiempos recientes.

Los jóvenes podrían tener lecturas más provechosas que el fraudulento caso de Santiago Maldonado y conmoverse con Santiago Avendaño, el niño cautivo que atravesó el desierto huyendo de los ranqueles; o compartir los sueños de Francisco P. Moreno, que descubrió el lago Nahuel Huapi viajando desde el Atlántico o las aventuras del comandante Luis Piedrabuena, quien custodió nuestros mares australes y rescató vidas de naufragios, sin otro móvil que la azul y blanca.

La educación para el progreso no debería omitir las epopeyas de los primeros industriales como Noel, Bieckert, Bianchetti, Bagley, Bemberg, Tornquist y tantos otros que desmienten el sesgo antifabril del llamado “modelo agroexportador”. En aquella época, la ventaja comparativa era el capital barato, la seguridad jurídica, la expansión de la infraestructura, el entusiasmo nacional y el espíritu emprendedor. Todo ello, demolido por un kirchnerismo que instauró la cultura del pobrismo, el atraso, la queja, el reclamo de derechos y el olvido de obligaciones para tapar la corrupción tras un seductor cortinado cultural.

En esos tiempos, la modernidad eran las escuelas y los hospitales, el telégrafo y los ferrocarriles, los puertos y los faros, las leyes y la moneda. Ahora la transformación debe elevar a quien trabaja y se esfuerza, a quien estudia y se instruye para no perder el tren de la prosperidad en un contexto donde prevalecen tecnologías que serán inaccesibles para quienes continúen excluidos con el relato de la liberación, marchando con redoblantes por una Coca y un choripán.

Fuente: La Nación

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