Piqueteros a Pekín

Solo una pequeña parte de la humanidad convive en democracias liberales, con respeto por los derechos individuales, división de poderes y reglas de derecho. La mayor porción sufre autocracias de distinto origen y diferente signo. Desde culturas atávicas a tiranías religiosas; regímenes militares a populismos insidiosos; clanes étnicos a marxismos fracasados.

Pocos países optaron por el sufragio libre, el respeto a las minorías, la independencia del poder judicial, la alternancia de los mandatos, la publicidad de los actos del Estado y la libertad de prensa. Esa tradición nació en Inglaterra con la monarquía parlamentaria (Revolución Gloriosa, 1688); cien años después la Revolución Francesa (1789) introdujo los derechos del ciudadano, mientras la Constitución de los Estados Unidos (1787) adoptó la república liberal con sus “frenos y contrapesos”.

En la mayor parte del planeta no se admite el disenso, los opositores son perseguidos y la prensa, censurada. Pocos adhieren al disputado aforismo que algunos atribuyen a Voltaire: “Podré no estar de acuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”. Esa es la gran virtud y la gran debilidad de Occidente, pues reconoce plenos derechos también a quienes pretenden destruir el sistema por considerarlo una forma de explotación inhumana, legitimada con disfraz democrático. En China y los países del sudeste asiático que adoptaron un capitalismo eficientista, se privilegia el bienestar material a las libertades individuales y sus poblaciones se callan la boca mientras puedan comer proteínas y acceder a nuevos celulares. La Argentina, con sus 40 años desde el regreso de la democracia, se enfrenta ahora con un dilema ante las movilizaciones políticas que pretenden seguir cortando calles oponiéndose al programa de estabilización.

La encrucijada se origina en la gravísima herencia kirchnerista y la imposibilidad de lograr soluciones mágicas cuando no existen dólares, sino deudas, ni moneda nacional, licuada por hiperinflación. En este punto, es indispensable reiterar las consecuencias dramáticas que implicaría continuar con las políticas aplicadas por Alberto Fernández, Sergio Massa y Cristina Kirchner con el objetivo fracasado de permanecer en el poder y ocultar desfalcos a cualquier precio.

Para tener bien claro adónde conduciría abortar el programa en curso y retomar la senda hacia el abismo populista, señalemos que, en primer lugar, la emisión crecería en forma exponencial para acompañar el alza de precios, hasta que la moneda perdiese todo su valor. Cerrarían los bancos para evitar destrozos y los comercios por falta de mercaderías. Sin alimentos, se producirían saqueos a negocios que bajarían sus cortinas por tiempo indeterminado. En los campos habría tomas y faenas de hacienda por parte de vecinos. En las ciudades, las familias se refugiarían en sus casas ante estallidos de violencia por razones de supervivencia, que las fuerzas del orden no podrían ni querrían controlar.

Sin divisas habría falta de combustible, pues la Argentina importa naftas y gasoil, afectando el transporte terrestre, marítimo y fluvial, además de la generación eléctrica. Las industrias se paralizarían por falta de insumos y muchas serían tomadas como cooperativas de trabajo. Los canales de cable y los proveedores de internet apagarían sus señales en nuestro territorio. Aerolíneas Argentinas no tendría acceso a servicios aeroportuarios ni a combustible fuera del país ni a obtener repuestos, sin abonar al contado. El default alteraría contratos de empresas públicas y privadas, lo cual llevaría a litigios en tribunales extranjeros, interrumpiendo actividades productivas. El Estado sufriría embargos en jurisdicciones distantes (como ocurrió con la Fragata Libertad) lo mismo que las aeronaves con leasings impagos. El país quedaría descolgado del mundo y aislado en su autoinfligido drama de violencia y miseria.

Era previsible que parte de la oposición cuestionase las medidas de ajuste con declaraciones altisonantes, pues nadie ignora la verdad de lo expuesto. Pero no toda la izquierda es discípula de Eduard Bernstein. El trotskismo utiliza las crisis para agravar el malestar social. Invocando principios que ignora, derechos que desprecia y tratados que repudia, moviliza multitudes en busca de respuestas violentas para denunciar represión policial.

Tan pronto asumió Javier Milei, el dirigente Eduardo Belliboni, del Polo Obrero, habló de “planes de asesinato” convocando a la marcha masiva del pasado miércoles, como abierto desafío a la democracia y con perfecta conciencia de la gravedad del momento, temeroso de perder sus beneficios. Afortunadamente, las medidas preventivas del gobierno nacional tuvieron éxito. La concurrencia se redujo y la marcha se desinfló.

En las naciones civilizadas se permite la protesta pacífica sin violar derechos de otros para expresar disensos conforme a reglas de convivencia, salvo exabruptos inusuales que son reprimidos. Pero en ninguna se vive una situación social tan dramática y explosiva como la nuestra. Una “mecha corta” en la paciencia colectiva que no debe encenderse como estrategia de conflicto político, pues las falencias de los vulnerables no se solucionarán con más planes “platita”, ni socavando al gobierno recién elegido por voto mayoritario.

El protocolo dictado por la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, más allá de los debates constitucionales, pone de manifiesto la debilidad de las democracias liberales frente a quienes utilizan el herramental legal para justificar maniobras cuya finalidad es acabar con el Estado de Derecho. Utilizando amparos y habeas corpus propios del sistema en que descreen, los profesionales del desmadre para la liberación reclaman protección legal como minorías asediadas en un régimen totalitario.

Es paradojal que activistas del Frente de Izquierda, con imágenes del Che Guevara (“Uno, dos o tres Vietnam”, 1966) abusen de derechos que no existen en los países cuyos modelos quieren instaurar en la Argentina. Nuestra Constitución les permite invocar garantías de tratados sobre derechos humanos, ignorados en dichas naciones, como escudos protectores para alterar el “orden burgués” que los cobija y al que detestan.

Si Cuba es el único ejemplo subsistente de un “estado socialista de trabajadores” donde el partido comunista “es la fuerza dirigente superior de la sociedad y el Estado” (Constitución de 2002), allí no es posible ejercer la libertad de expresión ni el derecho de reunión “contra la decisión del pueblo cubano de construir el socialismo y el comunismo” (artículo 62). Si quienes marchan en Buenos Aires con banderas rojas pretenden reemplazar nuestra constitución por aquella, deben saber que Cuba es uno de los países más pobres de América después de 60 años de fusilamientos, mazmorras y represión para formar “hombres nuevos”.

No es posible tampoco marchar en Pekín ni en Hong Kong ni en Pyonyang ni en Teherán ni en Moscú. Tampoco en Estambul ni en Budapest ni en Managua ni en Caracas, todos regímenes autoritarios donde los derechos y garantías liberales no han permeado, ni les preocupa que lo hagan.

En la Argentina, para aliviar el tránsito hacia la normalidad se requieren acuerdos de gobernabilidad expresos o tácitos en el ámbito de la política, que reconozcan la cruda realidad subyacente. Es fundamental evitar desbordes callejeros y lograr un clima de confianza para recuperar el valor de la moneda, reducir el riesgo país y que el ingreso de capitales ayude a financiar el déficit fiscal que degradó, en forma irresponsable, a nuestro país.. Quienes pretendan impedirlo cortando calles, mejor lo intenten en Pekín, así aprecian, por contraste, las virtudes de vivir en una democracia liberal como la argentina.

Fuente: La Nación

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