Más de 500 días de guerra en Ucrania

El 24 de febrero de 2022, en una acción militar en abierta violación de la Carta de las Naciones Unidas, la Federación Rusa invadió el territorio soberano de Ucrania, apoderándose de fracciones del este y el sur del país. El conflicto desatado por Rusia, miembro permanente del Consejo de Seguridad, dio inicio a una guerra convencional.

La confrontación implicó un enfrentamiento indirecto entre Rusia y la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), alianza militar que si bien no incluye a Ucrania, contiene a países decisivos que apoyan a Kiev, colocando, por lo tanto, al Kremlin en abierto desafío a las potencias occidentales lideradas por Estados Unidos.

Desde entonces han transcurrido más de 500 días y se han producido innumerables pérdidas de vidas humanas de ambos lados, además de gravísimos daños materiales en la infraestructura ucraniana. Pero el conflicto se arrastra, por lo menos, desde 2014, a partir de la situación generada por la anexión de la estratégica península de Crimea por los rusos. Se trató de una operación desplegada con gran eficacia por el Kremlin, que despertó los deseos independentistas de la población rusa o étnicamente rusa que habita el sur y el este de Ucrania, que a su vez es estimulada desde antaño por Moscú en su objetivo de recuperar territorios que considera propios. Constituye una perspectiva que, llevada a sus conclusiones más extremas, implica el desconocimiento de la soberanía ucraniana por parte de Rusia.

Ucrania no es una república más entre las que integraban la Unión Soviética. Con 45 millones de habitantes, praderas inmensamente fértiles y acceso a los mares templados, siempre fue considerada vital por Moscú, tanto durante el período imperial como durante la etapa soviética. Al punto de que el antiguo asesor de Seguridad Nacional Zbigniew Brzezinski explicaría que cuando Rusia controló a Ucrania, pasó a ser un imperio, pero cuando perdió el dominio sobre esa nación cesó su categoría imperial.

Los acontecimientos de 2014 derivaron en una suerte de guerra civil en el Donbass, donde se acumularon alrededor de 15.000 muertos, y no son sino la consecuencia de una disputa mucho más antigua, que tiene bases en la geografía y la historia, los dos elementos inmodificables que con frecuencia determinan el comportamiento de los Estados y sus líderes.

Es probable que la potencia más beneficiada por el conflicto termine siendo China, porque una Rusia aislada de Occidente podría replegarse y verse obligada a aumentar su dependencia de Pekín

El origen de aquella disputa se vincula con la interpretación crítica que el régimen de Vladimir Putin impuso acerca del nuevo orden mundial surgido en 1991, con el fin de la Guerra Fría. Un orden que, a los ojos del Kremlin, contiene dosis de ilegitimidad suficientes como para conducir a una política que, en lugar de propender a la conservación del sistema, estimula a su desafío. Con el agravante de que, en este caso, la potencia que interpreta que esas humillaciones son inaceptables es poseedora del arsenal nuclear más extenso del mundo, solo comparable al norteamericano.

Se trata de una visión que no puede dejar de alarmar a la comunidad internacional, frente a las enseñanzas de la historia, que nos indica el peligro para la paz que significa el hecho de que una potencia fundamental del sistema se vea tentada a iniciar una política exterior alocada.

Una Rusia revisionista, guiada por sus instintos más primitivos, mostró hasta qué punto el optimismo del orden global de la pos Guerra Fría parece definitivamente agotado.

El accionar ruso es inaceptable en tanto implicó una ruptura del orden internacional basado en la inviolabilidad de los territorios soberanos y en un sistema establecido en torno a reglas, que derivó en el incumplimiento del llamado Memorando de Budapest de 1994, alcanzado entre la Federación Rusa, Ucrania, EE.UU. y el Reino Unido. Este acuerdo consistió esencialmente en la garantía de la soberanía territorial de Ucrania a cambio de la devolución a Moscú del arsenal nuclear soviético desplegado en su territorio.

Por supuesto, la invasión rusa a Ucrania no significó la primera de su clase en el orden mundial surgido tras el fin de la Guerra Fría, toda vez que en 2003, en forma virtualmente unilateral, EE.UU. lanzó un “ataque preventivo” contra Irak con el pretexto de que el régimen de Saddam Hussein poseía armas de destrucción masiva y estaba vinculado a los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, extremos que no pudieron comprobarse.

Casi un año y medio después de la invasión, el conflicto parece empantanado en una suerte de guerra de desgaste que podría extenderse en el tiempo, con un costo en términos de vidas humanas difícil de prever

La guerra, a su vez, ofreció hasta ahora dos paradojas simultáneas. En el plano estrictamente militar, mostró un desempeño ruso inferior al esperado y una resistencia ucraniana de mayor eficacia a la que se podía imaginar. Ucrania logró sostener una importante resistencia y, durante la segunda mitad de 2022, consiguió recuperar territorios y posiciones, aunque con el correr de 2023 esa capacidad se vio limitada.

En otro aspecto, Rusia consiguió sostener su economía y experimentar un daño material de menor envergadura que el pronosticado, en buena medida por la reorientación de las prioridades estratégicas de Moscú hacia China. Un extremo que, en última instancia, aparece contrario a los intereses occidentales, que deberían propender a separar y no a hermanar a Rusia con China.

Entretanto, la posibilidad de un ingreso de Ucrania a la OTAN volvió a ocupar el centro de las conversaciones en la cumbre de la alianza atlántica celebrada recientemente en Vilna. En este plano, corresponde recordar que se volvió a exhibir la acaso interminable cuestión sobre las precauciones de las potencias occidentales respecto de la incorporación de Ucrania, que complicaría aún más el deteriorado vínculo con Moscú.

En el plano estratégico, en tanto, las consecuencias geopolíticas del conflicto en curso podrían estar marcando una profundización de la competencia entre EE.UU. y China. En ese marco, dos actores como la UE y Rusia quedarán probablemente disminuidos en sus posiciones relativas de poder y más dependientes, respectivamente, de las dos superpotencias del siglo XXI.

Corresponde señalar que la potencia más perjudicada por la guerra sea probablemente Alemania, una nación que en el pasado inmediato gozó del contexto más favorable en décadas, resultante de tener un paraguas de seguridad provisto por los EE.UU. y la OTAN, energía abundante y barata de Rusia y un enorme mercado en China.

Al mismo tiempo, es probable que la potencia más beneficiada termine siendo China, por el hecho de que una Rusia aislada de Occidente podría verse obligada a replegarse y aumentar su dependencia de Pekín.

En conclusión, puede señalarse que, casi un año y medio después de la invasión, el conflicto parece empantanado en una suerte de guerra de desgaste que podría extenderse en el tiempo, con un costo en término de vidas humanas difícil de prever, a la vez que, en el plano estratégico, la guerra podría reafirmar el más inquietante proceso al que nos toca asistir: el que da cuenta de la persistencia de las diferencias entre las tres principales potencias del mundo actual.

Fuente: La Nación

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