Los dueños de un Estado desplumado

Es necesario reducir el gasto público para eliminar la pobreza, erradicar la indigencia y bajar la inflación. Ya es lugar común decirlo y hasta clisé repetirlo. Sin embargo, al momento de encararlo, nadie quiere ponerle el cascabel al gato pues todas las tareas “son indispensables”, “la gente no aguanta más” y “con números no se come”.

Cada ministerio, cada organismo público, cada dirección tiene una designación tan olímpica que parecen estar por encima de los límites monetarios, como si ello fuera cuestión de contadores. Es antiquísima la crítica populista al equilibrio presupuestario. El dictador Emilio Massera, burlándose de José Martínez de Hoz, decía que “nadie da su vida por el PBI”. Roberto Dromi, exministro Carlos Menem, llamó a su colega Erman González “contador sin visión política” y Cristina Kirchner declaró que “el balance de una empresa se cierra con pérdida o ganancia”, pero “el balance de un país, por cuántos argentinos están adentro y cuántos quedan afuera”.

Lo mismo repiten ahora, con sorna, los acólitos del terceto que nos dejó en hiperinflación cuando desdeñan la baja del riesgo país a niveles de 2020. Ignoran, entre otras cosas, que esa caída indica la posibilidad de que alguien, desde afuera, lance un salvavidas a nuestro barco, a punto de hundirse. Que haya préstamos e inversiones para dar trabajo y empleo, a la inversa de cuando ellos se pusieron a salvo con jubilaciones de privilegio, comisiones por seguros y retornos para autorizar importaciones. Refleja una percepción optimista respecto de la reducción del gasto para que todos los argentinos queden adentro y sus dueños queden afuera.

En declaraciones públicas, solicitadas y pancartas, los afectados por la “motosierra” mileísta suelen invocar los nombres de las reparticiones donde trabajan como escudo protector ante cualquier intento de terminar sus contratos. Algunos se parapetan tras la majestad de la “cultura nacional”, otros tras el aura sarmientina de la “educación estatal”, muchos invocan la “salud pública” hipocrática y otros más, el prestigio de la “universidad rivadaviana”. Pero esos rótulos rimbombantes no bastan para justificar cualquier dimensión del Estado, ni cualquier organigrama disparatado, cuando la población ha llegado a nivel de asfixia por inmersión.

La cultura está muy bien, pero ¿a quienes han ido realmente los fondos asignados para esa finalidad?, ¿en qué porcentaje fueron consumidos por las burocracias que los administran?, ¿quiénes fueron beneficiados?, ¿qué aportes concretos a la cultura realizó cada uno de ellos y a qué costo para el común? y ¿qué opinaría un jubilado si pudiese optar entre pagarle ese monto o usarlo para abonar sus remedios?

Y, si de educación se trata, ¿cuánto consumen las suplencias, por el régimen de licencias de los estatutos docentes?, ¿cuál es el costo de los paros para los alumnos, sus familias y los propios educadores?. En materia de universidades, ¿cuánto termina costando el ingreso irrestricto?, ¿cuál es la proporción de egresados respecto a los ingresados?, ¿cuántos años cursan los inscriptos hasta graduarse?, ¿cuántos extranjeros sin residencia aprovechan la gratuidad para abarrotar las aulas?

En materia de salud, ¿cuántos de aquellos se reciben de médicos y regresan a sus países con títulos argentinos, faltando graduados aquí? Y, ¿qué costo implica el “turismo sanitario” de países vecinos para prestaciones de alta complejidad en hospitales que no pueden rehusarlos por razones humanitarias? ¿O los amparos judiciales, dictados por jueces que ignoran del tema obligando a brindar tratamientos no probados y costosos a la salud pública, a las obras sociales y a las prepagas?

Si de educación se trata, ¿cuál es el costo de los paros para los alumnos, sus familias y los propios educadores?, ¿cuánto consumen las suplencias por licencias?, ¿cuánto termina costando el ingreso irrestricto a las universidades?

Por más nombres imponentes que tengan, no es lo mismo cien empleados que mil ni una planta integrada por quienes ingresaron por concurso que por parentesco, amistad o militancia. No es igual treinta direcciones que tres, ni gestiones austeras que funciones redundantes de “coordinación”, “asistencia”, “inclusión”, “articulación”, “abordaje” e “integración” de acciones parecidas, para quintuplicar cargos.

Los sindicatos estatales, ejerciendo política partidaria, hacen creer a sus afiliados que los organismos donde trabajan les pertenecen a ellos, aunque en sus frentes flamee la bandera azul y blanca para sacar de dudas. Y cuando no se han respetado los procedimientos selectivos de la ley del empleo público para el ingreso, sino contratos, siempre fruto de relaciones particulares, los designados se sienten dueños de los cargos “privatizados” por sus protectores, aunque saben que no tienen estabilidad.

Durante las casi dos décadas kirchneristas hubo un festival de nuevas funciones y reparticiones sin recursos para hacerlas realidad, pero útiles para congregar activistas en movilizaciones, como lo enseñaron Ernesto Laclau y Chantal Mouffe. El Estado insolvente prometió cubrir enfermedades catastróficas y múltiples discapacidades; la fertilización asistida, el cambio de sexo y el aborto hospitalario sin poder financiarlos. Sostuvo mal la educación gratuita, la especial, la sanitaria y la alimentaria. E intentó promover las ciencias y las artes, la cinematografía, la investigación y los deportes, con grandes discursos y pocas realidades, salvo para los amigos del poder.

Se crearon organismos para la violencia de género, la discriminación, el maltrato familiar, las drogadicciones, la ludopatía, el alcoholismo y la obesidad, con muchos nombramientos y magros resultados, mientras el desempleo y el narcotráfico los promovieron en sentido inverso, con mayor éxito. Se dictaron normas para proteger a las madres solteras, a los jóvenes, los niños, los ancianos y otros grupos vulnerables, pero quedaron todos sumidos en la miseria, haciendo colas en comedores populares. Se predicó la protección del ambiente, del patrimonio cultural, de los parques nacionales y de los pueblos originarios, pero tuvimos ocupaciones violentas de tierras públicas y privadas por falsos mapuches y especuladores inmobiliarios.

En su intento por disimular la creciente pobreza, el kirchnerismo fijó tarifas de energía y de transporte en niveles menores a sus costos subsidiando la diferencia. Como la alquimia no funciona, la falta de inversiones provocó las crisis que ahora exigen ajustes durísimos, mientras los traficantes de subsidios e intermediarios del gas licuado son grandes clientes de gestores de fortunas.

En las provincias, cuyos gobernadores dicen defender a sus “pueblos” en nombre del federalismo, la realidad es que el empleo público creció de 2.7 millones en 2013 a 3.5 millones en 2023 y en 13 de ellas, supera al empleo privado. Fue una manera de absorber parientes, amigos y cofrades en un país que expulsó la inversión productiva y aplaudió la emisión de dinero para ganar votos. Los que no tienen alternativas de trabajo genuino se oponen a Milei, pues necesitan pagar sueldos y jubilaciones, lisa y llanamente. No son capaces de poner en venta sus jets oficiales como ejemplos de austeridad, ni eliminar el nepotismo de sus burocracias.

A medida que el Estado crece, su mantenimiento se hace cada vez más costoso y el desvío de recursos, más incontrolable. Como es sabido, en tesorerías estatales se habilitaron puertas traseras para cargar, lejos de las videocámaras, cajas precintadas y bolsos deportivos que fueron a parar a la quinta de Olivos, al quinto piso de la calle Juncal, a El Calafate por avión o a conventos del conurbano. Si el Estado se encontraba debilitado por exceso de gastos regulares abonados por planilla, las exacciones irregulares lo llevaron a terapia intensiva. En camilla, desnudo y desplumado, con sus distintos expoliadores arrancándole los últimos cálamos.

Esos escándalos exponen cómo funciona el mercado dentro del Estado, el más cínico y perverso de todos, pues opera con cara de circunstancia y escudo nacional. Así se compraron y vendieron decisiones oficiales al mejor postor, en provecho de pocos y en desmedro de muchos. Nada quedó exento de ser transado, a su precio de mercado. Resoluciones, incisos, cargos, subsidios, pautas, patrocinios, películas, pasajes, viáticos, repuestos, remedios, “cuadernos” y guardapolvos; concesiones, licencias, permisos y excepciones; dictámenes, domiciliarias, sobreseimientos y prescripciones.

La Argentina perdió los límites éticos de su gestión estatal y el desequilibrio resultante ha sido tan desmesurado, que no bastan ahora pequeños arreglos ni un gradualismo benevolente para hacerlo indoloro. La proporción aritmética del gasto público en países desarrollados comparado con el nuestro no es buen parámetro, pues la productividad de sus economías permite financiarlo y su moral colectiva sanciona la corrupción que aquí se tolera, como quien se da por vencido.

El Estado no es una organización criminal violenta como el presidente denuncia, sino una institución indispensable para ordenar la convivencia. Pero está expuesto a desbordes cuando pretende satisfacer todas las necesidades humanas ninguneando al sector privado. Al cruzar ese umbral de desmesura se descontrola y aparecen fuerzas que lo esquilman, desde adentro y desde afuera. Por derecha y por izquierda, todos se lanzan a apropiarse de cargos y contratos, subsidios y favores, como ocurre con los camiones cargados que vuelcan en las rutas argentinas.

Es necesario reducir su tamaño para eliminar la pobreza, erradicar la indigencia y bajar la inflación. No es tema de ideología, sino de pragmatismo. Se debe recuperar la confianza para que se vuelvan a cargar los camiones con bienes que los argentinos necesitan, sin temor a ser rapiñados en el camino, por culpa de la inflación y la pobreza. Y ello ocurrirá cuando los ingresos se fortalezcan de forma genuina, con una moneda estable, para que góndolas y tarifas sean accesibles de verdad y no con las falsas recomposiciones populistas que siempre quedan atrás.

Fuente: La Nación

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