La prepotencia de un Estado impotente

Desde que asumió Néstor Kirchner, la Argentina adoptó el modelo económico venezolano. En la tierra de Hugo Chávez, se subsidiaron los alimentos, la energía y el transporte con la renta petrolera. La salud y la educación ya eran públicos allí y aquí. En nuestro país, se quiso utilizar la renta del campo para compensar la diferencia entre los precios internos y los costos reales. Ambos creyeron lograr el mundo feliz que imaginó Aldous Huxley sin tanta alharaca literaria, mientras tuvieron las arcas llenas.

En la Argentina, el Kirchner epónimo pretendió así solucionar el desequilibrio de precios relativos que estalló al abandonarse la convertibilidad, debido al gasto público creciente, sostenido por una economía no competitiva y carente de mercado de capitales. Desde 2003 postergó el ajuste con subterfugios para disimular que los argentinos quedamos “desacoplados” del mundo, para que no saltásemos de la olla hirviendo como la rana del cuento. Pero ahora, el hervor es insoportable.

Cristina Kirchner hizo de ese dislate una teoría a la que adhirieron tanto Alberto Fernández como Sergio Massa. Según ella, la llave de la prosperidad de los pueblos consiste en alinear los precios con los salarios e impedir que la mano invisible aleje de los bolsillos los productos y servicios de la “mesa de los argentinos”. Si los costos aumentan, más duros deberán ser los “aprietes” y mayores los subsidios para compensar las brechas. No tomó en cuenta los incentivos perversos que se desatan cuando esa llave abre la caja que Zeus le regaló a Pandora. No aprendió su teoría en Harvard ni en la Universidad de La Matanza, sino de su mentor intelectual, el gobernador Axel Kicillof, a quien la patria tanto le debe en materia de pasivos externos.

En “El ABC del Comunismo”, de Nicolás Bujarin y Eugenio Preobazhensky, el manual más difundido en la URSS y en la Cuba de Fidel Castro, se explicaba la mecánica del Estado como si todos fuesen marionetas obedientes del poder político. No dedica ni un solo capítulo a los incentivos que suscitan los precios y los controles sobre la conducta humana. Ni a los incentivos para cooptar, someter o corromper que guían las decisiones de toda nomenklatura. Para Bujarin y Kicillof, los incentivos son irrelevantes pues el Estado tiene poder de compulsión para prohibir y controlar, subsidiar y gravar, amenazar y confiscar, clausurar y sancionar, procesar y condenar. Así lo supo ejercer Néstor Kirchner y así lo aplica Massa, su discípulo en ciernes.

Como el interés individual funciona también en la órbita estatal, burócratas y militantes transan favores tras bambalinas. No solo con hoteles y bolsos, sino subastando resoluciones que dan acceso a créditos baratos, a las SIRA, a los dólares oficiales, a las excepciones y a las exenciones, determinan quiénes pasarán a planta permanente o ascenderán como favores políticos y qué grupos piqueteros administrarán subsidios y quienes accederán a despachos oficiales. No existe el Estado equitativo y benévolo que imaginaba Friedrich Hegel: es otra forma de mercado donde opera la lapicera, como bien dijo Cristina Kirchner, su admiradora.

Los controles de precios desalientan la producción, las tarifas baratas incentivan el dispendio y su congelamiento provoca apagones. La “brecha” alienta maniobras cambiarias, mientras la nefasta ley de alquileres reduce la oferta habitacional, en tanto las “puertas giratorias” inducen el delito y la impunidad, la corrupción

No es necesario leer a Javier Milei para saber cómo funcionan los mercados cuando el Estado prepotente aplica el manual populista; basta con ser argentino y haber vivido en este país durante los últimos 50 años. Ahora hay faltantes de combustibles, de elementos para la salud, de repuestos para vehículos y de insumos para las industrias. De igual manera, escasean la mano de obra para las cosechas, los médicos en las cartillas y los operarios para las fábricas. Faltan mercaderías en ciudades fronterizas, porque los vecinos arrasan con todo lo que encuentran, además de llenar los tanques de sus vehículos. Vivimos en la Argentina regalada para quienes vienen del exterior y carísima para quienes ganan en pesos.

El populismo y la ignorancia, su prima hermana, han soslayado tantas veces las reglas del sentido común que nuestro país podría destacarse en el Guinness del fracaso. Es sabido que los controles de precios desalientan la producción, que las tarifas baratas incentivan el dispendio y que su congelamiento provoca apagones. Que la “brecha” alienta maniobras cambiarias, mientras la nefasta ley de alquileres reduce la oferta habitacional, en tanto las “puertas giratorias” inducen al delito y la impunidad alienta la corrupciónQue los créditos subsidiados fomentan la especulación y los cepos invitan a la fuga de capitales. Que las moratorias estimulan el incumplimiento, que la industria del juicio perjudica el empleo, que las cajas sindicales enriquecen a los sindicalistas, que las pautas publicitarias oficiales facilitan los “retornos” y que siempre favorecer al indolente descorazona al meritorio.

La prosperidad colectiva nunca se logrará forzando precios a la baja para alinearlos con salarios cada vez más degradados por la inflación. Esa caída en tirabuzón, que implica mayor emisión monetaria, solo puede detenerse mediante un “shock de confianza” que incluya el correcto alineamiento de incentivos. El orden social es frágil y solo se sostiene con la aplicación regular y constante de reglas de juego no discrecionales, de acceso abierto y percibidas como equitativas. Eso inducirá al trabajo productivo, al empleo formal y a la elevación genuina del nivel de vida.

Si por miedo al cambio, por sumisión a los intereses creados o por una ideología extraviada se pretende mantener el statu quo financiando el sempiterno desajuste con la soja, el gas esquisto, el litio o el cobre sin introducir reformas para reducir gastos, ganar competitividad y abrir la economía al mundo, los incentivos perversos continuarán medrando dentro y fuera del Estado. Con su resultado de pobrismo distributivo y capitalismo de amigos, estandartes de una decadencia anunciada.

Solo cuando los salarios se alineen con los precios y no a la inversa, lograremos vivir en normalidad, como los países vecinos. El poder de compra solo crecerá cuando se fortalezca la moneda por confianza y no con aumentos de papel. Si el nuevo gobierno generase dudas con respecto a su vocación o su capacidad para adoptar las medidas necesarias para estabilizar y crecer, estaremos en el peor de los mundos posibles: asediados por un “Estado presente” más prepotente y, a la vez, más impotente.

Fuente: La Nación

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