La Argentina bajo mandato

En ocasión de la guerra entre Israel y el grupo terrorista Hamas, muchos nos hemos interesado por la historia de Palestina y del pueblo judío. Para quienes la Primera Guerra Mundial era una conflagración distante en su memoria cotidiana, ahora han recordado (o aprendido) que fue el final de los grandes imperios, salvo el británico: el austrohúngaro, el germano, el ruso y el otomano.

Este último fue dividido en distintos territorios, algunos de ellos “bajo mandato” de la Sociedad de las Naciones, conforme el artículo 22 del Tratado de Versalles. Es decir, fueron dados en “tutela” a las potencias vencedoras hasta que pudieran convertirse en estados independientes. En el caso de Palestina, correspondió al Reino Unido su administración a partir de 1922 y calificó como mandato tipo A, como Mesopotamia y Siria, que tenían viabilidad como naciones independientes, fuera del dominio turco.

La soberanía no solo se defiende recitando a Arturo Jauretche y a Raúl Scalabrini Ortiz, sino con una conciencia colectiva que exija a los gobernantes una administración correcta de los recursos para evitar su dispendio y, en última instancia, su bancarrota

Los países bajo mandato no se convertían en colonias ni eran protectorados. Los mandatarios no podían aplicar su propia legislación y debían limitarse a la gestión de sus servicios públicos, sin poder político ni militar sobre los territorios. En alguna medida, era como una administración municipal ampliada para velar por la seguridad, la salud, la educación y la justicia; el desarrollo de infraestructura, la provisión de electricidad, agua y cloacas, la gestión de los recursos fiscales y demás prestaciones propias de una organización política en ciernes.

En la actualidad, hay autores que proponen volver al régimen de los mandatos (o fideicomisos, en el lenguaje de las Naciones Unidas) para proteger a los habitantes de países fallidos, que no logran su consolidación interna por sus malos gobiernos. Se refieren a sucesores de aquellos difuntos imperios coloniales o de las federaciones comunistas, posteriores a la disolución de la URSS. Otros piensan lo mismo, pero no lo explicitan, respecto de países que no saben administrar los bienes que la naturaleza les dio, en contraste con la carestía que sufren otros pueblos menos afortunados.

Medio en broma, medio en serio, a veces se ha dicho que la Argentina funcionaría mejor si tuviese policías noruegos, jueces suizos y otros extranjeros en los demás cargos públicos, alejados de las “roscas” políticas locales, como en los países bajo mandato. Quienes han imaginado esa Argirópolis de rendición, saben de la conducta de los argentinos en el exterior, reconocidos como buenos ciudadanos, apegados al cumplimiento de las normas y destacados en las ciencias, las artes, los deportes, las profesiones y los exitosos unicornios.

La República Argentina tiene mañana, día de elecciones generales, una gran oportunidad para intentar recuperar la dignidad perdida y su tan vapuleada autoestima; es responsabilidad de todos hacer escuchar nuestra voz en las urnas

Esta evocación, quizás irritante y trasnochada del sistema de mandatos, viene a cuenta como llamado de atención ante la decadencia de nuestro querido país y la aparente indiferencia de quienes tienen capacidad para liderar un cambio. De tanto mirarnos el ombligo, no advertimos el inmenso atractivo que tienen en el actual contexto mundial nuestros recursos naturales, nuestras bellezas turísticas, nuestras ciudades, ríos, playas y montañas, nuestra ubicación geopolítica, nuestra cultura, nuestra tradición abierta y nuestra herencia cosmopolita.

No tenemos idea de la joya con la que contamos y que no sabemos cuidar. Hay varios dichos al respecto, como “contar plata delante de los pobres” para graficar el dispendio de riqueza y bienestar potenciales que realizamos cada día, sin advertir que otros nos observan con avidez por sobre el hombro. Y, aun peor, incurrimos en ese dispendio en perjuicio de las generaciones futuras, carentes de voz en el presente, que merecerían recibir una mejor herencia y no un país fundido por el desgobierno y la corrupción.

No hay quien no se enamore de nuestras “provincias unidas”. Los turistas las descubren y no pueden creer lo que ofrecen sus tres millones de kilómetros cuadrados. Los estudiantes latinoamericanos que asisten a nuestras universidades gratuitas disfrutan su estadía como locales y, aunque luego se vayan, son heraldos de una tierra prometida. Los países vecinos, desconcertados ante las desventuras de su “hermana mayor” la siguen admirando y amando, como cuando era el faro de América Latina. Hasta Francis Ford Coppola y Robert De Niro se deslumbraron con Buenos Aires, su vitalidad, su calidez y la sensualidad de su tango.

Los inmigrantes más recientes, como los venezolanos o los rusos, sufren las desdichas de la inflación, pero no lo cambian por ningún otro destino, por las condiciones de vida que la Argentina les ofrece, además de su empatía hacia los extranjeros, inexistente en otras latitudes. Eso lo saben bien los miles de paraguayos, peruanos, bolivianos y chilenos que encontraron trabajo sin discriminación y educación de calidad para sus hijos bajo la celeste y blanca. El ojo avizor de las grandes potencias en expansión, como la República Popular China, también la tiene marcada en su mapa, por su ubicación estratégica y sus célebres recursos naturales. Por suerte, Alberto Fernández no llegó a abrirle la puerta a Vladimir Putin, pues ya lo tendríamos aquí, como en la península de Crimea. Ni Cristina Kirchner consolidó su alianza política con la República de Irán, tan ajena a nuestro compromiso con los derechos humanos.

Así como la inteligencia artificial se hizo presente de forma sorpresiva, abriendo un horizonte de incógnitas, todo está cambiando de forma acelerada por los efectos de la pospandemia, las migraciones masivas, el calentamiento global, la contaminación de los mares, la deforestación de la Amazonia y de nuestros bosques, la invasión a Ucrania y la guerra en Medio Oriente, para no mencionar la tensión entre China y Taiwán. Todo ello afectará el abastecimiento de energía, de alimentos y de seguridad en Europa Occidental donde ahora se considera a la autonomía estratégica como reto prioritario. En un planeta que se encamina a los 10.000 millones de habitantes, cualquier territorio rico y poco habitado será observado con lupa y codiciado por quienes están asediados por el hambre y la superpoblación.

La soberanía no solo se defiende recitando a Arturo Jauretche y a Scalabrini Ortiz, sino con una conciencia colectiva que exija a los gobernantes una administración correcta de los recursos de la Nación para evitar su dispendio y, en última instancia, su bancarrota. Esa malversación de riqueza –negligente o perversa– se encuentra hoy reflejada en los índices de pobreza e indigencia, a pesar de la expansión del Estado a niveles inauditos (o debido a ello). Y ha sido desnudada ante el mundo por la acumulación de laudos y sentencias adversas en tribunales extranjeros por deudas incurridas para financiar desajustes. Es una debilidad que somete a nuestro país a mendigar ayuda en foros indeseables y a aceptar alineamientos objetables.

La República Argentina tiene una gran oportunidad para recuperar su dignidad y su autoestima por decisión propia: mañana es día de elecciones. No será entregando su soberanía al mandato de otros países como en Medio Oriente, sino mediante el mandato que el pueblo dará a sus nuevos gobernantes a través de las urnas, como corresponde a una democracia que el populismo ha debilitado, pero no derrotado.

Fuente: La Nación

Sea el primero en comentar en "La Argentina bajo mandato"

Deje un comentario

Su email no será publicado


*