Estado ausente, sin aviso

Según Friedrich Hegel, el Estado representa la “eticidad” y la libertad humana no consiste en hacer lo que cada uno quiera, sino lo que aquel dispone. Para el filósofo de Stuttgart, la verdadera libertad se realiza cuando las vidas individuales se integran al conjunto, adecuándose a los fines del Estado, superador de egoísmos personales. A pesar de que pocos lo leen y menos lo comprenden, Hegel tuvo la suerte de que Cristina Kirchner se declarara “hegeliana” (San Juan, 2007) y actuara en consecuencia. Como Mary Shelley, soñó a Frankenstein y logró su propio best seller: el “Estado presente”, con bandera militante, pero gravemente ausente.

Durante la Generación del Ochenta, el Estado fue el impulsor de políticas de integración territorial, alfabetización, desarrollo de infraestructura, promoción de la inmigración y expansión de la agricultura, que pusieron a la Argentina en la cúspide de las naciones modernas. Se combinó así la fuerza creadora del capitalismo liberal con instituciones sólidas y políticas estables. Un país grande, con Estado mesurado.

El Estado, esa creación humana tan útil para generar prosperidad fijando reglas y coordinando esfuerzos, tiene sus límites. Así como la libre iniciativa no puede funcionar sin Estado, este no sirve para cualquier cosa. Las instituciones humanas son frágiles, siempre expuestas a abusos pícaros y desvíos de poder. Cuando hay cargos y dinero sobre la mesa, sin dueños visibles, los acicates individuales suelen superar los cánones morales.

A medida que la política lo hace crecer, su interior se descontrola y su eticidad desaparece. Se convierte en caja de movimientos compulsivos y extractivos, utilizado para fines alejados de los que justificaron su creación. Un artefacto desvirtuado, que mantiene sus atributos externos para hacer valer su imperium, en provecho de quienes lo gestionan. Partidas enteras, fondos especiales, recursos específicos, poco o nada vuelve a la sociedad en forma de prestaciones: el engendro de Shelley, el ogro filantrópico de Octavio Paz o el “Estado presente” kirchnerista todo lo fagocita, sin alimentar, curar, ni educar.

A medida que la dirigencia política lo hace crecer, la esencia del Estado asociada al bien común va desapareciendo, al igual que su eticidad

Hegel tuvo su pequeño triunfo al lograr que se identifique al Estado con el “bien común” y al mercado con el “egoísmo individual” y por tanto, su opuesto. Pero el Estado no está conformado por ángeles ni por noruegos, evocando el ideal de Alberto Fernández. Nadie podría imaginar a José Luis “Chupete” Manzano y a la Coordinadora radical, en los noventa, o a Sergio Massa y Máximo Kirchner, en la actualidad, negociando leyes para el “bien común”.

De noche el Estado está vacío, salvo turnos nocturnos, guardias de emergencia y brigadas de limpieza. Cuando los 47 millones de argentinos descansan en sus hogares, no se distingue a quienes al día siguiente volverán a despachos oficiales, de la otra multitud compuesta por empleados, obreros, profesionales, comerciantes, proveedores de servicios, monotributistas, integrantes de la economía popular o desempleados, que carecen de prerrogativas públicas. Todos tienen virtudes y defectos; todos se preocupan por sus familias, por su presente y por su futuro. En suma, responden a intereses personales, integren el Estado o sobrevivan fuera de él. El problema no es la gente, que es común y corriente, sino las instituciones desvirtuadas por el populismo, a costa de la Nación.

Como el Estado es el ámbito del poder, del manejo de fondos, de las designaciones y contrataciones, de la concesión de privilegios y el otorgamiento de excepciones, es el ámbito de la política por antonomasia. Y su natural tendencia es el abuso y la desmesura. Los organigramas con verbos difusos, como “coordinar”, “promover” y “articular” delatan las intenciones de quienes conjugan ambigüedades para crear más burocracia, controlar más actividades, designar más militantes, hacer más transferencias, otorgar más subsidios. En la desmesura también bulle el mercado, el mercado de las componendas, los favores, los acomodos, los cargos, los viáticos, las credenciales y el despilfarro de recursos públicos en los bazares de la política.

El Estado desmesurado, en desmedro de la sociedad civil, es propio de los regímenes totalitarios que lo exaltan para justificar su expansión sin límites y su utilización desviada, soslayando la razón práctica que motiva su existencia: ordenar la conducta social, compartir esfuerzos comunes e igualar oportunidades. Es un instrumento de creación humana, como la tarjeta SUBE, las historias clínicas digitales o el 911, para mejorar la vida de la población. Nada de eticidad, nada de Hegel, tampoco de Frankenstein.

Si se recrea la confianza, también se recreará el crédito

¿Es inadecuado comparar sus tres poderes con los tres dígitos de emergencias o con una tarjeta plástica? Si se observan con lupa distintas reparticiones y las labores de sus ocupantes, se advertirá que, en muchos casos, esos plásticos y esos dígitos crean más valor que quienes coordinan, promueven y articulan naderías.

El desafío de la hora es restituir el Estado a sus cauces para que deje de ahogar a la población en ese mar de billetes, con próceres o ballenas, que aumenta la pobreza cada día. Una simple racionalización de tareas en estructuras existentes, siempre benévola y políticamente correcta, no llevará a ningún lado. Para recuperar al Estado solvente y eficaz, deberán eliminarse dependencias y funciones completas conforme a la vara de los recursos y la sensatez de la mesura. Si se recrea la confianza, también se recreará el crédito y habrá formas de financiar una transición seria y sustentable.

En las tareas regulatorias, se deberán adoptar reglas generales y abiertas, con procesos automáticos y objetivos, para que la discrecionalidad no permita asignar plusvalías a los amigos del poder.

Los Estados nacionales movilizan sentimientos patrios y sus ciudadanos están dispuestos a dar sus vidas para defenderlos, como ahora los ucranianos. Es el Estado en serio, que hace valer su soberanía para garantizar su propio pacto constitucional y no permitir la imposición del extraño. Y quienes se sacrifican, confían en que su abnegación no se malversará en provecho de fines netamente personales, por quienes cantan el himno con una mano en la pechera y otra en la billetera engordada con los dineros de todos.

Fuente: La Nación

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