El mandato del “único votante”

El balotaje presidencial que tendrá lugar el próximo domingo ha planteado una difícil disyuntiva en el electorado. Mucha gente razonable, de derecha, centro o izquierda, se encuentra tensionada entre su rechazo a las posiciones radicalizadas y la inexperiencia en funciones públicas de Javier Milei, por un lado, y a la posibilidad, por el otro, de que se prolonguen, por la vía de Sergio Massa, la política y los comportamientos que definieron a cuatro gobiernos de raíz kirchnerista, sobre todo en el desmanejo de la economía nacional, la desaparición de inversiones, la inseguridad y la corrupción entendida en sus más diversas modalidades, como el espionaje ilegal puesto al descubierto estos días en escalada descomunal.

Estamos así ante una vacilación legítima, en un país que merecería alternativas menos cuestionables. Es un cuadro de cuya existencia sabíamos antes del debate del domingo último y es lo que hay a días de los comicios. No es posible diseñar candidatos imaginarios mediante la inteligencia artificial: los dos que quedaron al final en la liza son resultado de elecciones libres y fruto peculiar, y más o menos inesperado, de una cultura nacional. Cuando se dice “ninguno me representa”, la derivación inmediata sería el acto de no presentarse a votar, votar en blanco o en forma nula, o mudarse a otro país, donde haya políticos empáticos, sin la carga de caracterizaciones personales y antecedentes que la sociedad aspiraría a no tener que enfrentar después de un larguísimo ciclo de desgaste emocional y energías declinantes por la obstinación de una crisis que deja sin respiro a la sociedad. Aquellos supuestos consuelos implican, sin embargo, desentenderse de la acción colectiva sin asumir compromisos personales y prepararse para vivir como extraños como si se estuviera en una nación enajenada por culpa de los demás.

Nos hallamos ante una encrucijada compleja, pues están en juego valores, dogmas y creencias e, incluso, la resignación pragmática de que la política es, al fin de cuentas, el arte de lo posible. Se trata de una elección particularmente difícil para los votantes de ambos lados del centro. Ninguno de los candidatos –conviene enfatizarlo– cumple con el formato de un ideario suficientemente extendido en la sociedad. Y recurrir a la tercera vía, que es la de lavarse las manos en tren comprensible de pretender mantenerse neutrales como ciudadanos, dejará entre no pocos de quienes la sigan un sabor amargo.

Un lector de La Nación, instando a no votar en blanco, resumió la encrucijada en estos términos: es una opción entre pasta y pollo para un vegano hambriento que sufre celiaquía. Ninguna alternativa le conforma y, en el extremo, prefiere aceptar pollo contra sus convicciones de vegano, que elegir pasta y dañar su salud.

No es posible diseñar candidatos imaginarios mediante inteligencia artificial

Suele plantearse la cuestión en términos éticos y es comprensible. Nunca, que se recuerde, hemos enfrentado una competencia electoral trabajada por tantos matices inéditos. La insistencia en la expresión de que se halla en juego entre los votantes “una cuestión de piel”, sintetiza la apreciación instintiva de los desencantados para descartar las dos alternativas del balotaje, aun si lo hicieran con la cautela de taparse la nariz. Al invocar para esto valores personales irrenunciables, muchos priorizan una autopercepción: la imagen de sí mismos que quieren ver en el espejo para no ser “cancelados” por su grupo de pertenencia.

Sin embargo, una cosa es tomar decisiones individuales asumiendo en forma personal los costos y beneficios del propio actuar y otra cosa es hacerlo cuando está en juego el destino de toda la población y en particular, de los veinte millones de argentinos en situación de pobreza. La convivencia cívica plantea muchas veces dramas insolubles, como bien saben los estudiosos de la ciencia política y omiten decir quienes la practican, luchando desenfrenadamente, y a veces, irreflexivamente, por el poder.

No siempre el interés general permite irse por la tangente. En esta ocasión los argentinos deberán pronunciarse entre dos candidatos. Esto equivale a acudir, en última instancia, a una vara de mensurar, según el leal saber y entender de cada uno, quién asegura de mejor modo la instauración de una política que movilice las energías productivas de la República a partir de los fundamentos institucionales de la división de poderes y del respeto por los derechos y garantías individuales que nos identifican como nación democrática. Eso es lo irrenunciable para las conciencias formadas por los principios de la democracia republicana.

Cualesquiera fuesen las objeciones que suscitasen los candidatos presidenciales, ninguno es comparable a Adolfo Hitler ni a José Stalin, como pudo argüirse de las posiciones más extremas del ejercicio crítico de la política. Los dos tienen características propias de los argentinos y por eso están ahí. Ninguno de ellos ha hecho propuestas que impliquen abandonar el marco constitucional que nos encuadra como nación articulada en el vasto territorio argentino desde 1853/60. Uno, recita el preámbulo como lo hizo Alfonsín hace 40 años. El otro invoca a Juan Bautista Alberdi, el solitario que gravitó con sus escritos y prédicas en los antecedentes de la obra constitucional de hace más de un siglo y medio.

Recurrir a la tercera vía, que es la de lavarse las manos en tren de pretender mantenerse neutrales como ciudadanos, dejará entre no pocos de quienes la sigan un sabor amargo

La pobreza habrá de gravitar en forma inexorable sobre la conciencia ciudadana al momento de votar. Es la raíz de los demás males: el abandono escolar, las drogadicciones, los conflictos familiares, la inseguridad ciudadana, los reclamos sociales, la marginación de los excluidos y la destrucción del capital social.

Seguramente cada elector dubitativo, a pesar de sus críticas y rechazos, tiene una percepción íntima acerca de cuál es para él el candidato con mayores posibilidades de mejorar la situación del país aun a costa de contradecir sus preferencias personales.

Cada argentino, le guste o no, debería sentir la obligación moral de considerarse el “único votante” para resolver, con el cumplimiento del derecho y deber cívicos, su mandato en las urnas. Estará en juego, además del propio, el destino de 47 millones de compatriotas.

Fuente: La Nación

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