Del bronce a la vergüenza

Los saqueos y robos a locales comerciales que tuvieron lugar en distintos puntos del país recientemente no han sido algo extraordinario. Hay muchas otras formas de vandalismo a las que nuestra castigada sociedad parece haberse acostumbrado o resignado ante la pasividad de la Justicia y la inoperancia de las fuerzas de seguridad que, incumpliendo sus deberes y las reglamentaciones vigentes, nada hacen para evitarlas o penalizarlas.

La ciudad de Buenos Aires viene siendo exhaustiva y silenciosamente saqueada por amigos de lo ajeno que posan sus ojos en cuanto elemento de bronce salta a su vista. A lo largo de más de cuatro años se han sustraído buzones, llamadores, manijas, porteros eléctricos, adornos, picaportes, pasamanos, placas, letreros, cables y tapas de inspección de las veredas, por solo nombrar algunos codiciados elementos metálicos. Todo suma cuando solo cuenta su peso; desde el diseño más simple y sencillo hasta aquellos irreemplazables por su belleza y calidad artística, legado de otros tiempos. Hasta en plena pandemia el suministro de oxígeno en un hospital de Reconquista se vio interrumpido cuando fueron robadas unas cañerías de bronce.

La Bolsa de Comercio porteña perdió en junio pasado dos históricas aldabas con cabezas de leones, afortunadamente recuperadas al atraparse al ladrón. La fuente de la Plaza Alemania, en Palermo Chico, vio desaparecer 7 de sus 16 escudos de 150 kilos cada uno, mientras que en la Plaza Francia, en el corazón de Recoleta, el monumento obsequio de la colectividad gala se vio también despojado de 3 relieves de 250 kilos que ocupaban su base. Ambas obras habían sido declaradas monumento histórico nacional.

Placas conmemorativas de importantes conjuntos escultóricos, como los del general Carlos María de Alvear en Recoleta y del general José de San Martín en Retiro, también fueron robadas, borrando memoria histórica e información didáctica, para ser reemplazadas en algún caso por otras de resina.

Hablamos, en rigor, de delitos diferentes cuando el robo involucra una valiosa escultura o una chapa de bronce. El 80% de las 2300 esculturas porteñas son de bronce. Nada menos que la mitad de ellas han sufrido mutilaciones. El Herakles de Émile Bourdelle perdió parte de su arco; decapitadas y destrozadas quedaron las cinco figuras principales del Monumento a España ubicado en la Costanera Sur. En la plaza contigua al Museo Nacional de Bellas ArtesEl segador, de Constantin Meunier, perdió su guadaña y a punto estuvo de perder un brazo antes de ser trasladado al predio de Monumentos y Obras de Arte (MOA) junto a El sembrador, del mismo autor, donde se custodian cientos de esculturas que peligran en el espacio público.

Desde 1996 desaparecieron unas 13 esculturas de bronce, de entre 20 y 450 kilos, engrosando listas de captura internacional. La Niña Feliz, por ejemplo, donada por el Gobierno de los Países Bajos y emplazada en Puerto Madero, fue robada en 2019, y detectada luego en Paraguay.

Los cementerios no son la excepción. En el de la Chacarita, la estatua de José Gregorio Rossi, creador de la cédula de identidad, de casi media tonelada de peso, desapareció misteriosamente en 2019 como ya había sucedido con los bustos de José Ignacio Rucci y Eva Perón. En 2022, más de 300 placas de bronce fueron robadas en un fin de semana, tras ser arrancadas de tumbas del Cementerio Israelita de La Tablada, ante la total indiferencia e inacción de las autoridades, denunciada por la AMIA.

Las iglesias no escaparon a las acciones vandálicas. Al robo de la baranda de la escalinata de la iglesia de San Nicolás se han sumado más recientemente los tableros de bronce de las puertas de la Basílica del Socorro.

El Gobierno de la Ciudad, responsable del control y la seguridad de las calles porteñas, parecería no haberse ocupado jamás del problema. No ha habido campaña de denuncia y esclarecimiento en procura de proteger el vandalizado patrimonio de los contribuyentes. El bronce sustraído irá subiendo de precio en su derrotero, un circuito que involucra a distintos actores, formales e informales.

En lo que va del año la Policía de la Ciudad ha detenido a 53 personas por robo de bronces de frentes de edificios antes de que pudieran vender sus malhabidos tesoros a alguno de los galpones clandestinos –o chatarrerías, según la jerga– ubicados en distintas zonas del ámbito metropolitano de Buenos Aires, como el barrio de Constitución. Se estima que el aumento de oferentes en el rubro de los metales ronda el 40% desde 2020. Quien recibe estos metales no hace distingos entre lo robado o lo surgido de una demolición o un desguace. A diferencia de lo que ocurre con los autopartes, no hay trazabilidad posible. Entre los materiales más vendidos ilegalmente, se encuentran además del bronce, el cobre y el acero.

No pocas veces las piezas terminan escondidas en carros de cartoneros que las fuerzas policiales no podrán requisar sin razón valedera. El fomento oficial a la tarea de los recicladores contribuye a proteger a los autores o encubridores de estos delitos. Los circuitos son bien conocidos y muy fácilmente detectables.

Fiscalizar y obstaculizar la recepción de aquello de dudosa procedencia, penalizando a los comercios que los reciben, e investigar el destino de las piezas, controlando también a los fundidores de metales, sería una forma de desalentar el robo de estos objetos que terminarán convertidos en canillas o incluso en nuevas esculturas, cuando no en lingotes para exportación. Tipificar y extremar las sanciones a este tipo de hechos ilícitos sería también una forma de prevenirlos.

El mercado negro del bronce tiene ramificaciones internacionales y es responsable de la desaparición de unas 30 toneladas de bronce artístico de nuestro país, por las que se pagan precios muy superiores a los locales. Hablamos de episodios que, si bien se dan también en otros lugares del mundo, se han incrementado localmente en calles casi vacías en pandemia y ante el recrudecimiento de nuestra situación económica.

Detener esta sangría resulta imposible sin voluntad política. Las cámaras de seguridad resultan inútiles si no se investiga porque se presume, no sin fundamento, que un juez liberará al ladrón sin titubeos. La convergencia de pobrismo y vil garantismo nos ha llevado a naturalizar el delito.

Es penoso constatar cómo la negligencia oficial coadyuva, por acción u omisión, al crecimiento de estas actividades ilícitas con cadenas de complicidad alimentadas por millonarios negocios, incrementando la inseguridad y el deterioro del patrimonio urbano y la calidad de vida.

Fuente: La Nación

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