Cara y cruz de una nación mendicante

Como se sabe, la Argentina es –o aspira a ser– una potencia mundial. Pero en sentido aristotélico: solo en potencia, no en acto. Para concretar sus aptitudes y hacerlas realidad, se necesita una visión compartida que suscite entusiasmo colectivo como motor de transformación y pasar así del discurso a la realidad. Ese tránsito jamás podrá concretarse si se concibe al país como apéndice austral de la pobreza latinoamericana e incapaz de revertir ese destino con un cambio de paradigma.

Tanto nos hemos habituado al modelo extractivo, donde pocos producen en forma competitiva para mantener a quienes no lo son, que parece normal recorrer el mundo mendigando ayuda cuando la sequía desarticula ese perverso mecanismo. Tan habituados estamos que pocos conciben la nación con todo su potencial en marcha, capaz de duplicar sus exportaciones y aumentar sus importaciones, sin brecha cambiaria, sin enclaves de privilegio, sin mafias sindicales, sin reservas de mercado, sin impuestos distorsivos, ni chicos fuera de las escuelas.

Por eso, la pregunta que más acucia a quienes pedimos dinero, a quienes rogamos que inviertan, a quienes se esfuerzan cada día es si será esta la oportunidad del cambio. ¿Se lograrán consensos para encarar una transformación de fondo? ¿O la Argentina ha bajado los brazos, conformándose con administrar la pobreza y dar negocios a los amigos del poder?

En el extremo más retrógrado hay quienes consideran que en nuestra tierra el capitalismo ha llegado a su límite, pues el mercado, por sí solo, ya no puede aumentar la demanda de empleo. Lo único que podría solucionar ese fracaso sería la economía popular, con un “Estado presente” que ponga los fondos necesarios para incorporar a cuatro millones de excluidos al mundo laboral de los planes y los punteros.

Serían entonces los cuentapropistas, las desnaturalizadas cooperativas, los vendedores ambulantes, los recuperadores urbanos, los auxiliares de merenderos, los emprendedores familiares, las empresas recuperadas y la creciente legión de postergados los pilares del futuro desarrollo nacional y los sólidos puntales del bienestar colectivo.

Sin embargo, esas organizaciones sin patrones tienen otros, que son peores. Los intermediarios que negocian con funcionarios, quienes, a su vez, los utilizan para hacer política partidaria. La economía popular es otra forma de gasto público y, como tal, un peso adicional agregado al Estado, ya de por sí incapaz de sostener sus crecientes erogaciones por derechos ampliados y deberes achicados.

El único pilar para satisfacer las necesidades colectivas es la economía privada, que, a través del empleo formal, los aportes laborales y el pago de impuestos, mantiene toda la estructura del Estado, sus escuelas y hospitales, sus tribunales y comisarías, sus múltiples legisladores, ministerios, jueces y empleados, incluyendo a los millones de integrantes de la economía popular.

En el otro extremo, al igual que los lideres de la economía popular, muchos dirigentes que proclaman su fe en el capitalismo también reivindican al Estado como impulsor estratégico del sector privado, para “poner en marcha el aparato productivo”. En la actual crisis, esa propuesta semeja una coartada oportunista para evitar hablar de reformas que incomodan al discurso político.

No habrá nunca desarrollo genuino mientras la rentabilidad empresaria dependa de “expertos en mercados regulados”

Repitiendo el mismo libreto que aquellos, sostienen que el capitalismo en la Argentina no funciona y que el mercado es incapaz de generar el crecimiento que el país requiere. Y sacan de una antigua caja de herramientas los mismos oxidados instrumentos que hicieron de la Argentina un país pobre, con empresarios prebendarios enriquecidos. Si solo se les ocurre el modelo de Tierra del Fuego, los aprietes del compre nacional, los negocios de las licencias no automáticas o los incentivos fiscales para fabricar baterías de litio, es porque desconocen (o conocen bien) lo que ocurre cuando el Estado pone su billetera al alcance de los privados.

Para no ir tan lejos como el Instituto Argentino de Promoción del Intercambio (IAPI), hace medio siglo se promocionaron industrias básicas (celulosa, acero, petroquímica, soda Solvay) con regímenes que permitían utilizar impuestos para desarrollar proyectos en esos sectores. Los agentes económicos se frotaron las manos al advertir cuán fácil era desviar recursos estatales a sus bancos del exterior. Casi todos “inflaron” los montos de inversión aprobados para pagar sobreprecios de equipos importados, dejando fondos “negros” en cuentas suizas. Y las compras no las hacían con plata de sus bolsillos, sino con créditos de bancos oficiales garantizados con avales públicos que los deudores jamás cubrían.

Los regímenes de promoción regional tampoco sirvieron para crear sólidas industrias en el interior, sino “fábricas con rueditas” que se desmantelaron al vencer los beneficios. Solo hicieron prósperos a consultores, influyentes y abrepuertas provinciales, pero no modificaron el perfil industrial de la Argentina ni mejoraron su competitividad para acceder a nuevos mercados.

No habrá nunca desarrollo genuino mientras la rentabilidad empresaria dependa de “expertos en mercados regulados”, habilidades para empujar expedientes, lograr decretos o redactar incisos. Si en lugar de emprendedores creativos que asuman riesgos, se forman contubernios entre contadores, asesores fiscales y “autoridades de aplicación” para generar ganancias regulatorias y no de productividad. En esos casos, la mediocridad y la corrupción continuarán prevaleciendo sobre el mérito y el esfuerzo. Y con ello, la pobreza y la exclusión que abarrotan comedores y multiplican los acampes.

Sin alinear los precios internos a los internacionales mediante la apertura económica, la Argentina no logrará competitividad y esconderá, bajo la alfombra de promociones y protecciones, los mismos desajustes que impiden tomar créditos, ahuyentan las inversiones y fomentan la fuga de capitales. Solo la apertura y la integración en áreas de libre comercio darán el marco de credibilidad que garantice la continuidad de las reformas indispensables para bajar costos, derogar privilegios y permitir que los argentinos tengan empleos regulares, puedan acceder a su primera vivienda y comprar, en cuotas fijas y extendidas, automóviles, motos, electrodomésticos, computadoras, celulares y textiles a precios internacionales.

La Argentina está poblada de pequeños empresarios, veteranos y juveniles, que están ansiosos por desarrollar nuevos proyectos o ampliar los existentes. De ahorristas, deseosos de ingresar sus dólares para financiar a aquellos. De grandes inversores, dispuestos a asumir riesgos en minería, energía, agroindustrias, farmoquímica, transportes, tecnología y finanzas, si se les ofreciese un programa de gobierno serio, con reglas estables y sustentabilidad política.

Como ocurre con los anuncios de moratorias, de blanqueos o de devaluaciones, todos los interesados se paralizan a la espera de que esos eventos ocurran. De igual manera, si la Argentina no se encarrila por el camino de la apertura, la recuperación de la moneda y la búsqueda de competitividad, ni los pequeños empresarios, ni los ahorristas, ni los inversores se pondrán en marcha, ni utilizarán sus ahorros, ni ingresarán sus capitales en la expectativa de que una nueva crisis obligue a realizar las transformaciones siempre anunciadas y nunca cumplidas.

Se quedarán mirando desde afuera, sin arriesgar un centavo, a este insólito país obsesionado por un estatismo fracasado e incapaz de soñar una revolución productiva que haga realidad su potencial, abandonando el capitalismo de amigos y dando empleos dignos a quienes hoy ven incluso peligrar su subsistencia en la economía popular

Fuente: La Nación

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