Adiós incentivos perversos, bienvenidos los virtuosos

Si hubiese un curso de ingreso para quienes dictan normas obligatorias para la sociedad (leyes, decretos, resoluciones), la materia principal debería ser la comprensión de cómo funcionan los incentivos humanos y las conductas probables ante cada proyecto que se impulsa.

El populismo, con su irrefrenable afición por el corto plazo y la ignorancia, su prima hermana, con su torpe improvisación, suele prevalecer en las legislaturas y en los órganos ejecutivos. Pocas veces se analizan y discuten las reacciones previsibles ante una nueva disposición, pues populistas e ignorantes creen que lo escrito y sancionado se cumplirá tal cual fue redactado.

Pero muchos seres humanos maximizan beneficios y ahorran esfuerzos; siempre alertas para tomar lo que es gratis y trasladar costos a los demás. Listos para sacar ventaja al menor costo personal. En los parques, las pisadas marcan caminos más cortos que los demarcados. Las mejores localidades se agotan antes de que llegue el primero de la cola. Los contadores explican cómo aprovechar desgravaciones radicando industrias en zonas distantes. Los diputados canjean pasajes por dinero y los senadores designan parientes como asesores. La expresidenta no toma una pensión, sino dos. A nadie se le escapa un inciso y nadie perdona una coma.

Los incentivos virtuosos alientan el trabajo y la productividad, premiando el esfuerzo y el mérito. Es el duro mundo de la competencia, la exigencia y el mercado, realidad cotidiana para la mayoría de la gente. Los incentivos perversos crean oportunidades para ganar sin crear valor, para apropiarse de plusvalías artificiales, de sueldos injustificados o jubilaciones de privilegio. Cuando el Estado crece, con más reparticiones y regulaciones, se expande también el mercado político, el que transa puestos o beneficios a cambio de retornos o de militancia. Es el mundo de los punteros y los abrepuertas.

Ordenar las conductas colectivas en forma pacífica y lograr el bienestar general constituye un desafío mayúsculo para cualquier gobernante serio

El populismo y la ignorancia han soslayado tantas veces las reglas de sentido común que nuestro país podría lucirse en el manual introductorio a la Universidad del Fracaso. Es sabido que los controles de precios desalientan la producción, que las tarifas baratas incentivan el dispendio y provocan los apagones, que la ley de alquileres agrava el problema habitacional, que los créditos subsidiados fomentan la especulación, que los cepos impulsan la fuga de capitales, que las moratorias inducen el incumplimiento, que la industria del juicio perjudica el empleo, que las cajas sindicales enriquecen a los sindicalistas, que las pautas publicitarias facilitan los “retornos” y que siempre, siempre, favorecer al indolente descorazona al esforzado. Todo eso es sabido, salvo para populistas, corruptos e ignorantes, que insisten en repetir esas fórmulas y, si la realidad no se acomoda a sus previsiones, amenazan y sancionan a quienes los contrarían.

En materia social, la disponibilidad masiva de fondos para planes lleva a quienes los intermedian a pedir “algo a cambio” o a desarrollar estructuras políticas con plata que les llegó del cielo. Los que reciben planes, a su vez, prefieren no trabajar “en blanco” para no perderlos. En lugar de generar empleo regular, con aportes para salud y jubilación, todo el país es un reino de trabajo informal, de changas y desempleo encubierto. En ese contexto de pobreza y desorden familiar, los adolescentes abandonan la secundaria para conseguir sustento y las autoridades les ofrecen promocionarlos para no agravar sus estadísticas de deserción. Así, el populismo degrada a la educación, pues sabe que no sufrirá el costo de su irresponsabilidad cuando los chicos no consigan trabajo para ganarse la vida en forma digna.

Mientras que nuestros jóvenes emigran por falta de oportunidades, hay miles de extranjeros que se inscriben en universidades nacionales en las carreras más difíciles y costosas en sus países, como medicina. Luego revalidan allí sus títulos y nos dejan “sin el pan y sin la torta”, pues pocos quedan para las cursar las residencias y cumplir las guardias. Situación parecida ocurre con los hospitales públicos, que atienden a migrantes de tránsito sin costo alguno… para ellos.

En la órbita estatal, donde rige el toma y daca de la política, ocurren los peores desmadres con el oropel de los símbolos patrios. Soslayando concursos, miles de contratados son designados en planta permanente con el aplauso del sindicato que incorpora afiliados y del kirchnerismo que suma militantes. Así funcionan los incentivos perversos. En las provincias más pobres, donde todos viven del Estado y sus gobiernos dependen de fondos nacionales, para obtenerlos deben canjearlos por sus votos en el Senado.

Al hacerse habituales estos perversos mecanismos, los facilitadores, lobbistas e influyentes se transforman en artífices del éxito o fracaso de cualquier proyecto de vida, de cualquier negocio particular. Las leyes son corregidas mediante excepciones, exclusiones o inclusiones. Proliferan las resoluciones aclaratorias, la fraseología oscura, la letra chica, la casuística a medida, los favores disfrazados de decoro, los nombramientos sin antecedentes, los asesores invisibles y las transferencias de ingresos “por interés nacional”. En ese maremágnum de normas a medida, el futuro se hace impredecible y se esfuma la seguridad jurídica. Nadie invierte, nadie busca trabajo, nadie estudia, a la espera de algún cambio que lo favorezca. Las buenas iniciativas pierden impulso y se reciclan en audiencias sin registro o en desayunos sin testigos.

Populistas e ignorantes no conciben que la marcha de fábricas, la ebullición del comercio, las labores del campo, la expansión del crédito, la construcción de rutas y edificios, el tráfico de contenedores, la prospección minera, las perforaciones gasíferas, la generación eléctrica, el despliegue de redes 5G, la ampliación de aeropuertos, la renovación de trenes y la multiplicación de pymes, todos esfuerzos enormes y costosos, humeantes y ruidosos, dependan de algo tan sutil como el correcto alineamiento de incentivos, de empresas y de individuos.

Ordenar las conductas colectivas en forma pacífica y lograr el bienestar general constituye un desafío mayúsculo para cualquier gobernante serio. El orden social es frágil y solo se sostiene mediante la aplicación regular y constante de reglas de juego no discrecionales, de acceso abierto y percibidas como equitativas para el grupo. Cuando los incentivos virtuosos sustituyan a los perversos; cuando el populismo sea desplazado por el patriotismo y la ignorancia por la idoneidad, se logrará un quehacer armonioso, productivo y ecuánime. Es el fin último de todo arreglo institucional exitoso.

Fuente: La Nación

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