“Diario de un abuelo salvaje”, que cuenta con desparpajo reflexiones sobre la vida cotidiana

Kindle o no Kindle.

Yo leo, luego existo.

Yo soy del libro, lo que quiere decir muchas cosas. Que el libro es mi tercer brazo, mi tercer ojo, mi compañero, mi prótesis, una de las tres cosas que para Sarmiento justificaban una vida: el árbol, el hijo y el libro. Del árbol se ocupa mi esposa, que es paisajista, y de los hijos nos ocupamos los dos, de los de ella y de los míos. De los nietos lo mismo. Y de los libros, yo solo.

Conozco a un amigo que decapita libros. Tiene una guillotina. Vive en Israel, fue profesor de filosofía. Archiva en su computadora medio millón de libros. Tiene un escáner que copia cien páginas en segundos. Y una guillotina. Pide un libro por correo o lo compra en librerías. Lo pone en la guillotina y le extirpa los lomos, tapa y contratapa, luego coloca las hojas del libro, baja el filo y secciona los márgenes para reducirlo a la superficie del escáner. Lo registra y va a la memoria de su computadora. Decapitó a toda su anterior biblioteca. Así los puede leer en las pantallas de los dispositivos que están conectados en red. Los lee en la computadora de escritorio, en una notebook y en una tableta, cómo más le convenga. Pichón de Robespierre.

Conozco a otro amigo, un escritor que hace años se deshizo de su biblioteca porque viajaba mucho, era nómade, y ya no quería cargar con el peso de sus libros. Lee en formato digital y los libros en papel lo repelen. No entiende cómo se puede leer libros materiales en lugar de los virtuales, me imagino que se pueden llamar así, virtuales.

"Diario de un abuelo salvaje", de Tomás Abraham (El Ateneo, $6500)
«Diario de un abuelo salvaje», de Tomás Abraham (El Ateneo, $6500)

El de Israel, Haifa, me asegura que las ventajas son muchas, por ejemplo la letra, lee con el tamaño de caracteres que más le gusta, los varía o no, y le evita someterse a la tipografía que le imponen los editores. Me lo presenta como una lectura anti-sistema, de resistencia. El otro me dice que una editorial le ha enviado un libro escrito por un amigo y le ha pedido a la casa matriz que, por favor, no lo haga más porque no puede leer en papel. Me aconseja que debo abandonar la costumbre de leer libros carnales porque no sirven para nada, por el contrario, hay que abrir el libro, cerrarlo, acordarse de la página en que lo dejamos, y, lo que me sorprendió es que me dijera que los libros, además, tienen olor, se ensucian y se deterioran.

Ahora el argumento antilibro ya es higienista.

Platón en el Fedro descalifica al hecho de escribir porque la escritura es una prostituta. Pensaba que a sus diálogos escritos los podía leer cualquiera, circulaban de mano en mano, bastaba un dinero para poseerlos, como una puta o una cortesana barata. Lo que no imaginó Platón es que la acusación de corruptible no la tuviera la escritura, sino su envase; no el mensaje, sino el medio por el que circula.

Viajo seguido a Colonia del Sacramento, donde tengo mi residencia secundaria, la granja de bambúes y seis burros, además de dos pavos reales, gansos, patos, gallinas, ovejas, cabras, diez vacas holando y dos jersey, una yegua, dos faisanes, dos pavos plebeyos, dos gatos, tres perros, en medio de colibríes, cotorras, búhos, chicharras, zorzales, teros, ranas, culebras, mariposas, vaquitas de san Antonio, gatas peludas, arañas y una mesa en donde apoyar mi computadora, más los estantes en donde alineo todos los libros.

Para una estadía prolongada llevo, por lo general, unos treinta o cuarenta libros en mi auto, metidos en una valija y sueltos en el baúl y los asientos. Eso cuando estudio, es decir, desde siempre, en los últimos treinta y seis años desde que voy a Colonia del Sacramento, patrimonio cultural, o sea también libresco, de la humanidad.

Hablaré de mi rutina. Estudiar es lo que hago todas las tardes, lo que significa leer, subrayar, pasar lo subrayado a hojas A4 separadas por título de libro, luego comprimo las resmas de hojas con las citas reproducidas con birome, a menos páginas en las que sintetizo en ese tipo de fichas –para llamarlo de un modo tradicional–, una labor, una tarea, un trabajo, concomitante con anotaciones aleatorias en carnets o agendas que, por lo general, llevo conmigo, incluso en mis caminatas, por si se me ocurre alguna idea.

También escribo, lo hago por las mañanas, la escritura nace una vez que tengo todo miniaturizado e impreso en mi masa cerebral que actúa como una esponja que absorbe una vida compartida con un tema durante meses, hasta más o menos dos años promedio, con un único objetivo del que no me aparto.

Es mi trabajo filosófico. Cada libro que escribo tiene su bibliografía y sus estantes correspondientes en mi biblioteca, que es grande, fue creciendo, no sé cuántos libros tienen, y están en mi oficina, adosadas a la pared en tres ambientes. Una biblioteca iluminada por luz natural, porque no soy rata de biblioteca sino ave que necesita aire, brisa, grandes ventanas.

Tengo un afiche enmarcado y ahora guardado de una publicidad de American Express en el que se ve un acantilado en una playa frente al océano sobre el que está clavada en la roca una enorme y larguísima biblioteca con un silloncito delante. Miles de libros detrás, el mar delante, el cielo por todas partes. El paraíso del lector. En realidad, un paraíso mal pensado, puede ser soñado pero inútil, al menos para mí, cuando estoy frente al mar miro el mar y dejo el libro. Son momentos preciosos en donde un lector empedernido como yo, puede usar los ojos para otra cosa que recorrer el alfabeto.

Cuando voy al baño, lo hago con un libro. Cuando salgo a tomar un café, lo hago con un libro. Cuando veo televisión, lo hago con un libro. Uso el televisor como una radio y leo. En mi mesa de luz hay muchos libros. Amo los libros con pasión. No concibo mi vida sin libros. Toco los libros, los agarro, los leo, muchas veces al abrirlos sale una voz. La voz de Paul Veyne tiene cara de libro, la de Sartre, Foucault, Pessoa, cientos de autores tienen cara de libros, por eso los miro. Cientos de libros tienen cara de autor. Yo miro los libros de mi biblioteca. Descubro libros olvidados, pierdo de vista libros reubicados, conozco de memoria en donde están, son mis libros, debo saberlo, yo mismo los ordené.

Me he mudado muchas veces, los estantes con los libros son mi equipaje existencial. Los camiones de las mudadoras se llenaban de cajas con libros. Mi ropa la llevo en el auto. Los muebles no cuentan.

No presto libros, puedo prestar dinero pero no libros, es como prestar un hijo o un árbol, para seguir con el manual del padre del aula. Soy mis libros. Estoy por llorar de emoción. Ya diré por qué. En un divorcio, antes de tomar una decisión tan importante, me di cuenta de que lo primero que debía hacer es encontrar un lugar para mudar los libros. Una vez que lo hice, puse mi ropa en un bolso y me fui. Llamé a la mudadora para que desclavara los estantes y metiera los libros en cajas para transportarlos a su nuevo lugar, supe que no iba a la calle, sino a mi nuevo hogar.

No concibo mi hogar sin mis libros, y mi oficina es la parte trasera de mi hogar, ya sea adosado o a unas pocas cuadras de mi nuevo domicilio.

Mente, cuerpo, corazón y alma: Tomás Abraham organiza en cuatro capítulos un libro diferente, escrito en pandemia
Mente, cuerpo, corazón y alma: Tomás Abraham organiza en cuatro capítulos un libro diferente, escrito en pandemiaRICARDO PRISTUPLUK

Si no estudio, leo, como ahora, y leo al azar, a mis favoritos o a los que descubro, y comento lo aleatorio de mis lecturas en estas páginas, pero para eso debo recorrer los estantes de mi biblioteca y sacar el libro que quiero leer en el momento. Pero si viajo a Colonia del Sacramento sin plan de estudio y sin llevar todos mis libros, no podré elegir algunos de ellos porque no sé qué querré leer en cualquier momento. No me puedo llevar una biblioteca. Mi esposa insiste en que tiene la solución: Kindle. Un hermoso regalo para mi cumpleaños.

Ya dije que me dan ganas de llorar. No lo siento como un cambio de tecnología, sino como un exilio, un éxodo. Una despedida. Un adiós.

Por favor no me digan que hago demasiado espamento. No me humillen. Se lo digo a mi otro yo bautizado como el superyó que los representa, es vuestro agente moral. Soy muy selectivo para elegir un libro. Leo poco en castellano. Por razones de trabajo, repito, mis idiomas son el francés y el inglés. No entro a una librería y elijo al azar una novela. Aunque no estudie, soy un estudioso. Escribí un libro que se llama Historia de una biblioteca, de la mía, es una historia de la filosofía guiado por mis libros. Recuerdo que al comienzo escribí que la biblioteca es el cuerpo del aficionado a la filosofía. ¿Qué es un caracol o una tortuga sin caparazón?

Sé que todo tiene solución salvo lo que no lo tiene y hasta que conserve el sentido de la vista podré leer y mientras pueda comprarme una tableta también podré leer, no me la voy a comprar, me la regala mi esposa, que está entusiasmada con el cambio, para ella de formato; para mí, de vida. De acuerdo, se talarán menos árboles. Argumento ecológico sumado al higiénico y al de la libertad entendida como control sobre el formato de lectura.

No sé qué reacción tendría, ella, arquitecta de paisajes, si le dijera que desde ahora se le prohibirá plantar árboles salvo que sean bonsái, miniatura que aborrece y le duele en el alma.

Para mí un e-book es un bonsái.

***

Traje dos valijas llenas de libros a mi oficina en la que estoy ahora y los coloqué en los estantes. Son los de historia argentina, la que se encuadra en la Década Infame. Mi casa quedó vacía de libros nacionales salvo un par de Borges, que es universal, y las aguafuertes de Arlt, que son porteñas. Ayer recibí mi regalo anticipado de cumpleaños, el kindle. Es pequeño, ni siquiera puedo decir que es chico, pero es pequeño, me cabe en la palma de la mano, como un gorrión. Quizá lo bautice “gorrión”. Sustituye a mis miles de libros que son mi vida. No lo sé usar, al menos cargué su batería, mi única esperanza es el entusiasmo de algunos usuarios que conozco que dicen que me va a cambiar la vida, que los libros son sucios e incómodos y otras frases que me deprimen. Me hacen pensar en todos los años que tengo y en el libro que no encuentra editores, mi último libro, Sinagogas con candado, del que espero alguna respuesta de los editores que lo leen. Mis últimos editores lo rechazaron, uno por mi rechazo a sus recomendaciones groseras, y el otro porque no le interesó, supongo. Todos hablan de un ochenta por ciento de menos publicaciones por la pandemia.

Escucho radio con una radio portátil a rosca, soy de la rosca, se dice analógico, pero no me voy a poner a llorar porque lea en el futuro con kindle y le saquen el subrayado de las páginas de los libros porque no olvido que no tengo ganas de estudiar, y sin estudio la necesidad de libros físicos y de trabajo con minas de carbón para resaltar párrafos y la birome para anotar citas en hojas A4, se hace superfluo.

«Si me importa lo cotidiano, lo que hago cada día, es contar lo que pienso, las ideas que se me ocurren, los libros que leo en los que pesco las ideas de otros, y las que me provocan después de pescarlas, porque es lo que me estimula estar despierto hasta que me duermo.»

Lo que sí me inquieta es que no publiquen mi último libro, mi libro judío, mi libro antirrumano, la autobiografía de mis padres, eso sí me entristece a pesar de que firme contrato con la editorial digital que publicará mi primer libro electrónico. Nada que ver con mi libro sobre el cuasigenocidio en Rumania, es una colección de conferencias escritas que están bien, pero es otra cosa, de un grado menor.

Y también me entristece que lo que estoy escribiendo ahora en este momento no lo lea nadie, porque me he dedicado desde mi primer escrito publicado en 1979, hace cuarenta y un años, a que cada cosa que escribo no solo se publique, sino que tenga destinatario de publicación. Y lo que no fue publicado por editoriales, lo subí –así se dice– a mi blog “Pan Rayado” o a mi muro de Facebook o lo publiqué en diarios, nunca para mí.

Una vez que lo leyó otro son para mí, siempre.

¿Qué sentido tiene escribir? No digo qué sentido tiene escribir “para uno”, sino totalmente intransitivo el qué sentido tiene escribir, como quién dice qué sentido tiene regar… pero se sabe, se agrega las plantas, y cobra sentido, pero el escribir si no tiene destinatario, como una carta, ¿qué sentido tiene? ¿Será una labor típicamente zen como la que los mandan a hacer a los monjes cuando deben regar cada mañana un palo? ¿Estaré en vías de iniciarme en una tarea de tipo zen sin que lo sepa ni siquiera yo, totalmente anónima, sin reconocimiento, sin testigos, para nada?

Sigo preguntando, a menos de pocos días de cumplir setenta y cuatro años, me pregunto si estaré comenzando la verdadera tarea filosófica que es la de meditar sobre la nada. ¿Qué todo es nada? ¿Me estaré volviendo oriental ahora que me dispongo a viajar a Colonia del Sacramento, pueblo más que ciudad en la que nunca pasa nada?

Voy a leer a Levrero, un uruguayo, oriental, que le fue muy bien con sus publicaciones, que en mi biblioteca de papel tengo una novela de tipo autobiográfico, veré si escribir para uno mismo nos hace valorados por otros.

En esta última hora hubo varias novedades, como haber bajado mi primer libro en kindle, uno de filosofía, no conozco al autor, pero se llama La magia de la filosofía, es en inglés, y trata de Cassirer, Heidegger, Benjamin y Wittgenstein, filósofos que no leo sino a través de comentaristas. Y comencé La novela luminosa, de Levrero, me gusta su tono.

Salgo a caminar y a visitar a dos nietos, los más chicos, Rupi de cinco y Remo de dos, con barbijo y protector solar. No los toco. Ya volví a la oficina. Leo las primeras páginas de La novela luminosa, de Levrero, y me gusta su tono, ya lo dije, lo que no dije es que no pasa nada, a pesar de que me faltan quinientas páginas, y lo que tampoco dije es que no sé por qué a esta novela, que no es una novela, sino un diario que puede escribir cualquiera, le hacen una edición tan linda y bien presentada por la misma editorial que me rechazó mi libro rumano judío que bien vale la pena porque tiene de todo y está bien escrito porque escribo bien, aunque es cierto que de esa editorial me fui solo porque no me daban la bola que quería y fui a la otra editorial internacional que después de publicarme dos libros me hizo recomendaciones irrespetuosas a modo de excusa para un ficticio tercero, además de hacerme esperar en un zaguán digital por horas y al pedo y por eso también me fui.

No entiendo qué interés tiene al menos hasta este momento el libro de Levrero que habla de su operación de vesícula, por qué eso es más importante que vaya a visitar a mis nietos, pero, siempre o casi siempre hay un pero, el libro de Levrero se lo editaron después de muerto, murió a los sesenta y cuatro años y yo voy a cumplir –casi digo que voy a morir– a los setenta y cuatro, por lo que bien vale la frase que acabo de leer en este libro tan exótico de Albert Londres, el del camino a Buenos Aires para escribir sobre la trata de blancas en el que dice: “No sé por qué la gente camina tan apurada en Buenos Aires si se sabe que a la tumba se llega siempre temprano”. Linda frase, filosófica.

En este momento me confronto con los siguientes libros autobiográficos, el de Levrero, el de Fernando Vallejo, el de Thomas Bernhard y esa especie de racconto personal que es tanto el de la trata de blancas en Buenos Aires como el del libro sobre los judíos errantes por distintos países de Europa. Le agrego el estreno de mi primer libro digital en mi kindle, el que habla de la magia de la filosofía del siglo xx en el que se comenta a filósofos que no leo si no es por comentarios o análisis críticos.

Para dejar de estudiar no está mal, trabajo no me falta, pero al menos no tengo que estudiar, quiero decir que el estudio no solo es una actividad, sino también una sensación de deber, de esfuerzo, de misión, y de apuro, en especial de apuro, y creo que este desorden de lecturas no me apura tanto ya que se ha dicho que a la tumba se llega antes de tiempo.

Levrero dice que le teme a la muerte, que no sabe por qué, lo siente en las vísperas (¿vísceras?) de la operación de vesícula, y que quizá le tema al dolor, o a lo desconocido, o a lo peor que imagina como un renacimiento y un detestable volver a vivir. Para mí es más simple, es la idea de que me van a apagar la luz para siempre, todo negro y chau, como una ceguera, entonces por corolario la vida es luz.

La diferencia entre Levrero y yo es que él confiesa tener una vida desordenada que incluye apuros económicos y comidas basura o algo parecido. Y yo, ahora que pienso, soy un relojito, tengo familia, me ocupo de los quehaceres domésticos, hago las compras, estoy casado con la misma mujer hace treinta y seis años. Cenamos verdura, un panaché con cous cous que hace C, ayer cociné yo cachetes de abadejo con leche de coco. Cocinar es tarea de pandemia. No somos gourmet: pizza, pancho, fideos con tuco y milanesa con puré son los preferidos, pero hay que inventar y no engordar. Recomiendo mi bondiola a la mostaza y paprika.

***

Estoy leyendo a Levrero, su novela maravillosa que es un diario que lleva día a día y en el que anota las horas en las que lo escribe. Me pregunto cuál es el encanto de ese libro para que los editores y los críticos le den la bola que le dan y a mí la poca o ninguna bola que no me dan, al menos hoy para el libro judío, y presumo, para el futuro, respecto de este supuesto diario que estoy escribiendo.

Mi vida no es interesante, comencemos por eso, no es interesante, no tiene una épica. Pero al leer a Levrero, su vida en apariencia no es heroica. Ni es Rodolfo Walsh, ni Byron, ni Gelman, es un escritor de sesenta años con varios nietos, soltero o divorciado, no muy sano, insomne y que come guisos. Poca actividad sexual, se aburre, juega a una especie de solitario llamado golf con su computadora, le dieron una beca en dólares y con el dinero amuebla un departamento de un cuarto piso, teme ser frívolo. Tiene la presión alta y se medica con sedantes. A veces se deprime y toma ansiolíticos, consulta a un psiquiatra que le hace llenar formularios que lo agotan. Vive en Montevideo. Lo leo, y me gusta, no sé por qué, cuenta su vida de un modo despojado, sin adornos, no se victimiza, no se queja, no pasa gran cosa, pero las páginas fluyen.

Me cuesta contar mi vida diaria de esa manera. Debería interesarme para comenzar a vivirla con interés y así poder contarla con interés. No sé si a Levrero le interesa su modo de vivir como para convertirlo en un relato.

En un diario el autor no vende una ficción, ni una información, y empleo la palabra “vender” a propósito, porque cada vez más me parece que los editores les compran a los autores sus escritos, y los autores les venden a los editores sus escritos que se los compran. Después los editores, que son comerciantes más que fabricantes, les revenden los libros a los lectores.

En un diario, entonces, el autor no vende un relato, sino que se vende a sí mismo a través de un relato, es su yo, su cara, su vida, sus vínculos, los que vende, y la belleza, la estética, del formato –empleo nuevamente una palabra certera que define a los textos– incluye la presentación de sí mismo. Como si un diario de escritor fuera un reportaje que uno se hace a sí mismo en presencia de un público anónimo e insumiso.

Y yo tengo pudor, por un lado, un pudor irreflexivo, sin justificación, que no me da para contar lo que hice ayer o anteayer u hoy, mi almuerzo, o si lo hago a deshora. Si me importa lo cotidiano, lo que hago cada día, es contar lo que pienso, las ideas que se me ocurren, los libros que leo en los que pesco las ideas de otros, y las que me provocan después de pescarlas, porque es lo que me estimula estar despierto hasta que me duermo. Todo el resto no es que no sea importante, o vital, sino que no entiendo por qué ni para qué debo comunicarlo, no soy un personaje, ni siquiera de mi propio diario.

Lo que sí me parece interesante es contar los efectos anímicos y mentales de un profesor que estudió toda su vida para escribir y dar clase, lo que le sucede a su mente y a su alma cuando se cansa y no quiere seguir estudiando.

No es jubilarse, palabra humillante que es una invitación a la tumba aún con vida, sino de cansancio solo de estudiar, no de viajar, ni de salir a comer, ni de escuchar música y jugar al tenis, ni de amar, ni de divertirse, cansado solo de estudiar.

Un profesor como soy yo, jubilado después de cuarenta años de docencia con aportes, se cansa, no es lo que le sucede a toda clase de docentes, porque antes que profesor y escritor soy un intelectual. Por eso hablo todo el tiempo de ideas, porque es lo mío, y me doy cuenta de que no hago otra cosa, y este diario es testimonio de la trasmisión de mis ideas, en darles forma en la medida en que escribo, aun sin estudiar.

De ahí que este diario podría llamarse El diario de un filósofo sin presumir de payaso sabihondoMis ideas son más interesantes que lo que almuerzo, que la peli que vi, de cómo vivo la pandemia, de los setenta y cuatro años que voy a cumplir el cinco de diciembre, hoy es nueve de noviembre de 2020 y es un lunes nublado, el jueves juega la selección argentina, de la que no me pierdo ni un partido desde que dejé los cortos, de los cachetes de abadejo a la plancha que comeremos esta noche con cole slaw, yo cocino, de la visita el jueves de dos nietos de cinco y de dos años que vendrán a casa por primera vez en casi un año, pero asumiremos el riesgo de contagio del covid, Dios no lo permita. Hoy lavé los platos, preparé el desayuno, pelé y corté frutas, hice café, exprimí un pomelo, hablé con mi hija, organicé el pago de impuestos, releí lo que escribí ayer, pensé en que es posible que tenga fama de tipo difícil, arisco, agresivo, soberbio, y soy de enojarme, es cierto. Y de borrar el enojo de inmediato. También es cierto. Tengo una sensibilidad enfermiza.

Un diario debe consignar alguna épica, no la del héroe de las mil batallas, pero de ninguna manera una vida feliz, si no es épica al menos debe ser trágica, si no es trágica ni épica será una comedia, y un diario de comedia es imposible.

El problema está ahí, en que mi vida es feliz, lo que no quiere decir siempre feliz, eso es absurdo, pero feliz porque además quiero que sea feliz y porque lo fue, porque estoy sano, amo porque tengo a quien amar, amo a mi esposa y amo a mi hija, y amo a las hijas de mi esposa, y amo a la hija de mi ex difunta esposa, porque amo a los hijos de los hijos, porque amo mi trabajo, aunque esté cansado de estudiar. Soy feliz porque gracias a la empresa de mi padre encontré una fuente de trabajo e ingresos que me permitió una vida de estudio y enseñanza, y reivindico mi felicidad, de la que me he apropiado a los treinta y siete años, por eso en unas semanas festejaré que la mitad de mi vida he sido feliz, porque al cumplir setenta y cuatro, hace treinta y siete que soy feliz.

Los primeros treinta y siete fueron más difíciles y los conté en la novela de autoficción o novela de no ficción o como quieran llamarla los críticos que necesitan generalizar, La dificultad. En esa novela hablé de ciertos problemas de mi infancia, de mi adolescencia, de mis amores y de mis veinte años de tartamudez, dieciocho para ser más exactos. El mundo del tartamudo, de mi tartamudez vital, o solo oral. De la humillación como un estar en el mundo. Del dinero como vergüenza. De la marginación. Los otros treinta y siete años son los de la fluidez en el habla y en la vida. Por eso, este diario no sería interesante si no fuera por mis ideas, aunque no estudie, porque no vivo una tragedia ni una batalla heroica, y Levrero así como también Kafka u otros, heroicos porque se suicidaron, porque los mandaron a un campo de exterminio, porque estaban enfermos de tuberculosis, porque vivían en la miseria, o porque son montevideanos como Levrero, lo que da a su diario un tono melancólico, y, además, porque murió a los sesenta y cuatro años, un año antes que los generosos editores lo publicaran.

Tomás Abraham

Fuente: La Nación

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