Gallardo se llevó tres puntos, pero River sigue sin encontrar los papeles

«¡¡Muñeeeco!! ¡¡Muñeeeco!!». La sinfonía que continúa bajando desde los cuatro costados del Monumental, tanto cuando River pisa el césped como cuando está a punto de marcharse hasta la siguiente función, suena convincente, sentida e indestructible.Marcelo Gallardo supo ganársela con los títulos más soñados, la realidad de algunas actuaciones deslumbrantes al principio de su ciclo y la capacidad competitiva que transmitió a sus dirigidos durante buena parte de su gestión al frente del equipo.

Sin embargo, en los últimos tiempos, cuando el fervor de la tribuna apaga sus ecos, en los pasillos del estadio y durante la caminata de regreso a casa surgen comentarios dispares y gestos de descontento. No hay una discusión abierta sobre el técnico, y posiblemente nunca la haya, tal es el nivel de gratitud del hincha hacia el conductor riverplatense.

Pero quienes miran un poco más allá de los resultados ocasionales y analizan rendimientos colectivos empiezan a cuestionarse seriamente las opciones del Muñeco para repetir en el futuro algo de lo obtenido en el pasado. Se muestran preocupados, y el equipo les brinda razones para estarlo. Cuando pierde de forma inobjetable, como hace una semana en el Parque Independencia; o cuando gana con tantas dudas y tan poco fútbol como ayer ante Huracán.

El debate supera los vaivenes de actuaciones individuales más o menos felices. No se trata de establecer por qué Alario parece haber perdido la confianza y con ella el gol. Tampoco para alabar el presente de Batalla en un arco que parecía huérfano tras la marcha de Barovero, ni para poner bajo sospecha la oportunidad de la compra de Larrondo. El tema es mucho más profundo que todo esto, y guarda relación directa con los papeles de Gallardo, esos que parecen haberse extraviado en algún punto de la búsqueda de un funcionamiento que no termina de vislumbrarse.

Ayer, en el arranque del partido, el técnico «millonario» le dio una vuelta de tuerca a un sistema -el tan mentado 4-2-2-2- que suma más críticas que éxitos y soltó a Nacho Fernández para que se convierta en distribuidor por delante de Ponzio, pero el problema parece estar más en los conceptos que en el reparto de posiciones.

Porque resulta relativa la utilidad del cambio si no queda clara la idea de juego. El volante llegado el verano pasado desde Gimnasia recoge la pelota, quiere meter pausa y manejar los ritmos, pero no progresa ya que no encuentra un socio para el diálogo futbolístico. Y en cuanto intenta iniciar un circuito de toque gana terreno el descontrol. Es el momento en que Ponzio y los centrales comienzan a repartir pases largos y anunciados que facilitan el anticipo defensivo; en el que nadie alimenta la movilidad que aporta Driussi; los laterales encargados de ensanchar la cancha se proyectan sin sorpresa, no atacan los espacios, trasladan más de la cuenta y terminan chocando o soltando centros imprecisos; y Pity Martínez apuesta todo a su gambeta, solo a veces productiva. Así, el argumento final termina siendo un centro para acertarle a la cabeza de Alario, para alegría de los defensores rivales.

«Nos faltó claridad. Necesitamos terminar mejor las jugadas. En tres cuartos de cancha nos costó decidir bien», comentó el Muñeco después del pálido 1-0 ante el tibio e irresoluto Huracán de estos días. Vale como diagnóstico, pero luego de más de dos años de trabajo, y más allá de la transformación paulatina que fue sufriendo su plantel, a estas alturas deberían verse resultados más ajustados en el tratamiento.

El Huracán de Caruso Lombardi es un rival perfecto para recuperar el ánimo y afianzar conceptos perdidos. Porque se ubica en la cancha con una liviandad que asusta, vive pendiente de los movimientos rivales, desprecia la elaboración y solo se atreve a cambiar cuando una desventaja en la chapa -o un dominio evidente del adversario de turno- lo obligan a modificar la estructura.

En el Monumental regaló 45 minutos acurrucado en su campo, incapaz de enlazar tres pases y a una distancia del arco de enfrente que podía medirse en años luz. Pero aun así, no anduvo lejos del empate. Cuando en el segundo tiempo dio un paso adelante y se atrevió a probar la inmadurez de Montiel y Martínez Quarta en el centro de la defensa, repartió la posesión, estrelló dos tiros en los palos y obligó al hincha local a mirar con insistencia el reloj para apurar el final.

Fue en esos momentos cuando Gallardo perdió el último atisbo de orden. Primero quitó a Nacho Fernández y después a Driussi, ubicó a Larrondo junto a Alario como faros en ataque, y a Ponzio e Iván Rossi como guardianes por delante de sus jóvenes marcadores centrales. Es decir, se desentendió de cualquier intención de defenderse a partir de la pelota y se condenó al sufrimiento ante los envíos frontales del equipo de Caruso.

La medida de un adversario tan inexpresivo y la realidad de una actuación sin ningún brillo es lo que nutre la preocupación del hincha «millonario» cuando la alegría del triunfo se disipa. Para que un equipo carbure debe salir del vestuario con un estilo marcado en la piel, y la sensación es que al River actual apenas se le adivina un tatuaje desgastado por el paso del tiempo. Puede alcanzarle para empresas menores y ante rivales con fútbol escaso y timidez excesiva. Pero no parece suficiente para volver a pensar en grande.

En las próximas dos semanas, por la Copa Argentina el jueves y en el Superclásico dentro de un par de fechas, Marcelo Gallardo tendrá que recuperar los papeles perdidos y encontrar los remedios adecuados para los males de su equipo. También para que el «¡¡Muñeeeeco!! ¡¡Muñeeeeco!!» siga bajando de las tribunas con la misma convicción que hasta ahora.

Fuente: La Nación

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