Hace unos años, pasé por una carnicería francesa a comprar unos trozos grandes de queso y me los llevé a casa en una bolsa de plástico. El queso pesaba tanto que la bolsa se estiró y se abultó, y el asa se me clavó dolorosamente en las manos. Pero la bolsa no se rompió. Eso se debe a la mágica química del plástico: básicamente, aceite convertido en sólido, con átomos de carbono e hidrógeno que se alinean en unidades repetitivas para formar largas moléculas parecidas a fideos.
Estas moléculas son flexibles y resistentes, lo que hace que el plástico sea tan útil y tan duradero. Recuerdo que saqué los trozos de queso Camembert y Havarti, y metí la bolsa en un cajón de la cocina. Cuando la encontré hace unas semanas, seguía inmaculada. Por supuesto que lo estaba. Las bolsas de plástico pueden durar intactas y utilizables durante mucho tiempo.
Es de locos, ¿verdad? Creamos una bolsa lo bastante resistente como para durar décadas y luego la usamos unos minutos antes de meterla en un cajón o, lo que es más probable, enviarla a un vertedero, donde puede romperse en fragmentos que permanezcan cientos de años. Es un hecho, las bolsas son el objeto más sobredimensionado de la historia.
El problema medioambiental de los «plásticos de un solo uso» persigue la imaginación pública como un fantasma espectral. Y no es de extrañar: la cantidad de objetos cotidianos que fabricamos con plástico es asombrosa. Hay plástico en las bolsas de la compra, pero también en los pantalones de yoga, en los neumáticos de los autos, en los materiales de construcción, en los juguetes y en los productos médicos. La transición fue rápida. El uso del plástico fue relativamente pequeño hasta la década de 1970, cuando se disparó, triplicándose más tarde en la década de 1990. En los 20 años siguientes utilizamos tanto plástico como en los 40 anteriores.
Ahora producimos más de 500 millones de toneladas de residuos plásticos al año. En todo el mundo solo se recicla el 9% de los plásticos. El resto va a parar a vertederos o se incinera, expulsando gases tóxicos al aire, normalmente en barrios pobres. Una parte importante también acaba en el océano, que ya ha acumulado 219 millones de toneladas de este material: envoltorios que llegan a las costas, trozos que se comen los peces, islas de plástico que se forman en los giros marinos.
¿Has pensado cuánto contamina una cirugía?Un artista holandés mostró la cantidad de residuos que produce una operación, mientras que un grupo de estudiantes de Humanitas tiene una idea para reutilizar las batas.
Es mucho. Demasiado
¿Y si queremos empezar a deshacer la revolución del plástico? Un buen punto de partida son los productos de un solo uso, ya que, según el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, representan el 36% de los plásticos que utilizamos cada año.
No es fácil prescindir de ellos, en parte porque utilizamos muchos tipos y en muchos lugares. Tenemos «láminas finas» como las bolsas, plásticos más gruesos en los empaques de comida para llevar, envases de plástico de varias capas para la carne del supermercado y botellas transparentes de tereftalato de polietileno para refrescos y agua. Cada uno tiene sus propias propiedades químicas, composición molecular y prestaciones. No existe un único sustituto para todos esos envases. Lo que sí existe, sin embargo, es una serie de avances prometedores en la «gestión» del material de un solo uso.
Es una guerra en tres frentes: sustituir parte de nuestros plásticos de un solo uso por materiales realmente compostables. Reemplazar otra parte por envases reutilizables, como metal o vidrio. Y, por último, modificar los incentivos económicos para que el reciclaje de plásticos funcione de verdad. Este no es mi plan de batalla; es un tema que escuché una y otra vez mientras hablaba el año pasado con científicos, inventores, empresarios y responsables políticos.Lo más visto
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Ninguna de estas tácticas es pan comido. Necesitarán no solo de innovación, sino también de una serie de incentivos y normativas gubernamentales inteligentes, a las que, por supuesto, se resistirán las empresas petroleras. Pero si se suman todos estos avances no plásticos, se encontrarán motivos para un optimismo prudente. Tenemos un camino hacia un mundo menos plagado de residuos plásticos inmortales.

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Alguien allá fuera quiere solucionarlo
En su soleado laboratorio de San Leandro, en California, Julia Marsh agarró una bolsita transparente y me la dio. Era brillante como el celofán, el tipo de cosa que una empresa podría utilizar para empaquetar unos aretes o unos dulces. «¿Bolsas como esta? Son absolutamente omnipresentes», advirtió Marsh.
Al abrir la bolsa y darle la vuelta en mis manos, me di cuenta de que era un poco más rígida de lo que esperaba. Eso se debía a que estaba hecha de algas marinas y compuesta por los polisacáridos de la planta, largas cadenas de moléculas de carbohidratos.
Así pues, no tiene el mismo rendimiento que una bolsa de plástico, pero sí una mejor relación precio-valor. Marsh comenta que puedes tirarla a un montón de compostaje doméstico normal y en unas semanas solo encontrarás restos. En seis meses, será parte orgánica del suelo.
Los «bioplásticos» no son nuevos; en las últimas décadas, los ingenieros han fabricado alternativas plásticas a partir de caña de azúcar, maíz y otros materiales. Lo más difícil ha sido conseguir que vuelvan a la naturaleza. La mayoría de los bioplásticos deben enviarse a una planta industrial de compostaje, diseñada para descomponer más rápidamente los materiales orgánicos, y pocas ciudades en el mundo disponen de una. Algunos bioplásticos contienen aditivos que no se descomponen.
A sus 30 años, con un aire surfero, Marsh creció jugando en el agua a lo largo de las costas del centro de California. Se maravillaba ante la belleza natural y la vida marina de la costa, y cada vez se horrorizaba más ante la avalancha de plásticos que contaminan los océanos y las ballenas muertas que aparecen con el vientre lleno de ellos. Marsh se mudó a Nueva York para dedicarse al diseño de marcas, envases y ese tipo de cosas. Pero después de ver de cerca lo derrochadoras que podían ser las empresas en el envasado y la entrega, renunció. No quería una carrera en la que tuviera que producir tanta basura.
En su lugar, Marsh decidió abordar el problema de los envases de plástico. La industria de la moda utiliza cada año miles de millones de «polybags» de plástico fino para enviar sus artículos. ¿Y si pudiera fabricarlas con algo que pudiera convertirse en abono?

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Pero no quería trabajar con una materia prima como el maíz. Para fabricar toneladas de bioplásticos a partir de esos materiales, habría que cultivarlos en tal cantidad que se destruiría el suelo y se emitiría mucho dióxido de carbono (CO2). El socio de Marsh, Matt Mayes, cursaba un máster en desarrollo sostenible que le llevó a Indonesia. Se reunió con él para visitar algunas de las granjas de algas marinas del país. Eso le hizo pensar: “Quizá las algas serían el mejor componente para un bioplástico”.
Tienen buenas “propiedades gelificantes”, adecuadas para hacer películas. De hecho, las algas se usan a menudo para dar a dentífricos y cosméticos su textura pegajosa. Y lo que es mejor, las algas se regeneran muy deprisa, por lo que se obtendrían cosechas rápidamente y se utilizaría menos espacio que con el maíz. Marsh enumeró otras ventajas: “El cultivo requiere prácticamente cero insumos. Usa muy poco carbono y muy poca energía. Sin fertilizantes, sin tierra cultivable, ¡sin agua dulce! Y las granjas de algas sirven como sistemas de filtración del agua. Proporcionan un hábitat para la biodiversidad. Y las algas se están poniendo de moda». Algunas empresas europeas ya las utilizaban para fabricar desde el revestimiento de envases de comida para llevar hasta bolitas de gel rellenas de agua que los deportistas podían utilizar para rehidratarse.
De vuelta a Nueva York, se puso a experimentar en su cocina. Tras husmear en YouTube, descubrió que podía comprar polisacáridos de algas en polvo por internet y mezclarlos con agua caliente para crear un gel pegajoso que, al enfriarse, se convertía en un material plástico. Sacó su teléfono y me enseñó fotos de los resultados: platos verdes grumosos y malformados, y un recipiente.
«Prototipos horribles, feos y perturbadores», aseguró. Pero aprendió que los bioplásticos «no tienen por qué ser una ciencia supercomplicada», sino que se requiere de paciencia para trabajarlos durante años. Pensó que si contrataban a ingenieros de materiales serios, podrían hacer verdaderos progresos en el problema de las bolsas de plástico.

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Plástico y un equipo dinámico
Ella y Mayes fundaron Sway en los primeros meses de Covid; su primer empleado fue Matt Catarino, un ingeniero de materiales que había trabajado seis años en Big Plastic y diseñado de todo, desde bolsas de residuos médicos hasta películas protectoras para automóviles. Pero ya estaba harto. En los meses siguientes, Catarino fabricó un prototipo rudimentario de película fina que consiguió una inversión de 2.5 millones de dólares. Sway invirtió el dinero en más contrataciones y en alquilar un laboratorio en San Leandro.
Cuando la visité el año pasado, Marsh me acercó a un estante con cuatro gruesos rollos de su plástico «estrella». Lo desenrolló un poco; era transparente y más grueso que el film para envolver comida. La versión era de un bonito verde claro moteado con puntos verdes más oscuros, trozos de «algas menos refinadas» para dar un efecto estético. «A la gente que vende joyería le gusta mucho ese», afirmó Marsh.Lo más visto
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Detrás de ella había otra estantería con docenas de tazas llenas de tierra. Amanda Guan, ingeniera de materiales, había enterrado en cada vaso un trozo de bioplástico de dos centímetros cuadrados para probar cómo se descompone el material. Sacó un vaso y escarbó en la tierra. Cuando por fin localizó un fragmento de plástico, medía 1 centímetro de lado: «Esto apenas ha estado ahí dos semanas», observó, aparentemente satisfecha.
Los miembros del grupo de laboratorio de Marsh parecían un equipo del Universo Marvel. Estaba Guan, que acababa de obtener su máster, con una bata blanca de laboratorio, cuello alto gris y lentes de seguridad de plástico que de algún modo conseguían parecer a la moda; Joakim Engström, un bullicioso científico sueco especializado en polímeros con un poblado bigote y un gorro de lana; y Catarino, el fugitivo de Big Plastics, escondido bajo su gorra de béisbol.
Uno de los mayores retos del laboratorio era que su bioplástico era difícil de fundir. Eso es un gran problema cuando se fabrican bolsas de plástico a gran escala. Para fabricar láminas de plástico, se suelen fundir bolitas de plástico, conocidas como nurdles, y soplar la masa resultante en una bolsa enorme «de unos dos pisos de altura», como me explicó Catarino. Los plásticos derivados del petróleo se funden fácilmente; las algas, en cambio, odian el calor. «Se queman», añade. Así que agregaron otros compuestos orgánicos para que las cadenas de polisacáridos se fundieran más. Cerca de una pared del laboratorio de Sway, unas brillantes estanterías metálicas sostenían hileras de recipientes numerados y platos llenos de nurdles, los resultados de sus experimentos. Cuando los visité, tenían 144 y por fin estaban consiguiendo que se fundieran bastante bien. Me encantaría contarles cómo está resolviendo este rompecabezas el equipo de Sway, pero no quisieron explicarme todos sus secretos químicos.
Si el bioplástico de Sway va a sustituir las bolsas de polietileno, también tiene que ser elástico, y aquí el equipo seguía teniendo problemas. Guan me llevó a un rincón del laboratorio, donde colocó un trozo de película del tamaño de una tirita entre dos pinzas robóticas. Los brazos tiraron de ambos extremos y midieron cuántos newtons de fuerza podían aplicarse antes de que el material se rompiera. Los trozos se rompieron al cabo de unos segundos.
«Eso estuvo bastante mal», aseveró Guan tímidamente.
«Prueba una buena, Amanda», rió Marsh.
Aun así, el equipo no está demasiado preocupado. Como dice Marsh, para que despegue la revolución del plástico, tendrán que cambiar las expectativas de la gente sobre su comportamiento. No todas las bolsas de plástico deben ser perfectamente elásticas, resistentes y duraderas. Para empezar, esas especificaciones eran descabelladas.
Me mantuve en contacto con Marsh durante los meses siguientes, y el otoño pasado me mostró un video del bioplástico de Sway en producción en una planta de fabricación. Marsh declaró que los primeros lotes se chamuscaban y producían una especie de «sustancia viscosa negra», hasta que ajustaron las condiciones de procesado. Además, las películas eran cada vez más blandas. Cuando me envió algunas muestras en abril de 2024, eran sedosas al tacto y podía estirarlas un poco. Incluso mi hijo adolescente quedó impresionado; antes de que pudiera decirle cualquier cosa, arrancó un trocito y lo masticó: «Sabe a algas», comentó.
Fuente: Wired
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