El presidente de la Nación, Alberto Fernández, anunció ayer que le iniciará juicio político al presidente de la Corte Suprema, Horacio Rosatti. Fernández es, desde siempre, un político pragmático, es decir, alguien que cree que sus acciones se justifican en función de sus resultados, y que además considera que la relación de fuerzas es una variable central a considerar antes de dar cualquier batalla. Para un pragmático, una derrota heroica es, igual, una derrota: ir a una batalla en la que tiene asegurado que va a perder es una estupidez. En ese sentido: ¿qué creerá Fernández que va a pasar con ese pedido de juicio político? Si sabe sumar y restar, la respuesta es muy sencilla: nada. Será derrotado. Entonces, ¿por qué lo hace? La respuesta a esa pregunta tal vez explique gran parte de los problemas de liderazgo que marcaron su presidencia.
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Para entender la naturaleza de Fernández –el pragmático—tal vez sirva compararlo con Juan Grabois, quien piensa la política de una manera my distinta. Esta semana, Grabois irrumpió, junto a un centenar de militantes, en la estancia Lago Escondido, en el Sur del País. Armó unas carpas, discutió con los empleados del lugar, hizo flamear una bandera argentina y se fue. Los efectos concretos de esa aventura fueron nulos. Nada cambió. El inglés Joe Lewis sigue siendo el dueño del lugar. El acceso al lago sigue siendo igual de accesible, o de poco accesible, que antes. Pero Grabois sostiene que está orgulloso de lo que hizo, que fue un acto patriótico. No importan los resultados concretos. Eso se verá alguna vez. Lo que importa es la dignidad, o la dignidad tal cual la concibe Grabois: algo que se juega más en el campo de lo simbólico que en el campo de los sentidos.
Grabois puede parecer un personaje marginal en el esquema de poder del Frente de Todos. Pero, si se mira bien, su filosofía –aunque no siempre sus acciones concretas—es compartida por un sector importante de la coalición gobernante. En los tiempos en que discutía con Cristina Kirchner el acuerdo con el Fondo, Martín Guzmán se sorprendía porque ella sostenía que debía cuidar su “capital simbólico”. El ministro de Economía estaba desesperado por los efectos tremendos que podría producir la ruptura con el FMI. Cristina estaba preocupada, en cambio, por el “capital simbólico”. Uno hablaba de los desafíos de la realidad inmediata, la otra de algo que ocurría en otra dimensión.Juan Grabois lideró una comitiva que acampó en Lago Escondido
Eso mismo sucedió con la política judicial de este Gobierno. Fernández planteó desde el principio un acercamiento gradual: aprovechar los espacios vacíos que existían en el Poder Judicial para incorporar nuevos integrantes que, necesariamente, debían ser negociados con la oposición. A Kirchner le interesaba más la construcción de un relato de confrontación: el capital simbólico antes que los resultados concretos.
Un ejemplo interesante para entender esto es lo que ocurrió con su condena. Desde el principio al fin del juicio, Cristina insultó en lo personal, a los gritos, una y otra vez, a los jueces que debían evaluar su conducta. Para sus abogados, ese camino era desastroso porque predisponía en contra a un tribunal compuesto, al fin y al cabo, por seres humanos. ¿Qué sentido podría tener humillar en público a un referí en medio de un partido de fútbol? Cualquiera sabe que eso termina en tarjeta roja.
Y es lo que pasó. Cristina perdió el juicio en el terreno de la realidad. Pero defendió su capital simbólico, ese relato según el cual ella es perseguida, como San Martín, Rosas y Perón. Por absurdo que parezca para quienes no son fieles de la vicepresidenta, La Cámpora acaba de difundir un video donde intenta instalar esa analogía: ella es perseguida y proscripta como San Martín, Rosas y Perón. En fin.
Lo que no cierra de esa historia es, entonces, por qué el Presidente hace lo que hace, si no cree en derrotas heroicas: cuál es la lógica que lo lleva a pedirle el juicio político a Rosatti si sabe que no tiene chances de lograrlo. Lo primero que se puede decir es que Fernández, a primera vista, parece incoherente, pero no necesariamente lo es. Hay un patrón allí. Una lógica.Para la Vicepresidente la prioridad es preservar su «capital simbólico»
Fernández puede anunciar la expropiación de Vincentín –sin el aval de la Justicia, del Parlamento, del ministro del área, del gobernador peronista de la provincia. Él sabe que, así, esa inicitativa va a la derrota. Pero lo hace. Y es derrotado. El Presidente puede, luego, presentar –¡en medio de una pandemia!—una reforma judicial incomprensible que tendrá una resistencia mayoritaria en el Parlamento y luego casi nulas chances de atravesar el análisis judicial. Pero va igual. Y, como era esperable, vuelve a ser derrotado.
Hay allí, una indiscutible coherencia. Pero no es la de Grabois. Es otra. Grabois declara un pleito por un territorio. Lo invade. Iza la bandera. Y se retira. Fue derrotado porque el territorio sigue en las manos de su enemigo. Pero plantó una bandera. Fernández no es de esos.
Una explicación –probablemente la que más tranquilo deja al Presidente—es que a él le toca conducir una coalición donde mucha gente, y gente muy importante, necesita todo el tiempo una dosis de alimento simbólico. Entonces, para mantener la coalición unida, de tanto en tanto, debe moverse en el campo de los simbolos: anuncia batallas en las que sabe que va a ser derrotado para calmar a las fieras. O, en sus términos, para mantener unida a la coalición.
A estas alturas, ese mecanismo solo puede producir cierta hilaridad porque no funciona. No sirvió para mantener unido nada, porque a los seguidores de la vicepresidenta, entre los que se cuenta Grabois, no les resulta suficiente ninguno de los gestos de Fernández: sienten que no es de ellos, que no piensa como ellos, que –en el fondo— les miente, es un simulador. No importa lo que haga, Fernández será siempre un pánfilo, un enemigo, un ser despreciable.
Pero lo peor de esta historia, es que tanto esfuerzo por calmar a Cristina, a Grabois y a tantos otros, ha dinamitado la autoridad del Presidente. No calmó a los propios pero el esfuerzo por calmarlos lo separó de un sector social que se esperanzó en aquellos gestos del inicio de la pandemia, donde apareció sorpresivamente como el líder de todo un país.Alberto Fernández en un acto con Cristina Kirchner y Axel Kicillof en La Plata en 2020. Los esfuerzos por mantener unida la coalición licuaron la autoridad presidencial (Foto archivo: Marcos Gomez)
Algo así ocurre con la carta de ayer. En la primera parte, hay una larga defensa de su Gobierno. Fernández intenta instalar –por momentos, con argumentos bastante interesantes—que su Gobierno no es, ni de lejos, “el peor gobierno de la historia”, como plantean los referentes políticos y periodísticos de la oposición. Pero todo ese esfuerzo naufraga cuando, unos párrafos más abajo, anuncia su embestida contra Rosatti. Ya nadie escuchará sus legítimos argumentos sobre el devenir de las cosas porque lo importante es lo otro.
El pragmatismo político, por definición, recorre caminos sinuosos para llegar a un objetivo. O, al menos, para acercarse a él. Si en medio de tanta curva y contracurva, de tanta marcha y contra marcha, todo el mundo termina confundido, es evidente que el método ha fracasado. Insistir en él no tiene mucho sentido. El desafío a Rosatti, como tantas otras medidas del Frente de Todos en estos años, une lo inútil a lo desagradable. Es como si el camino sinuoso hubiera confundido incluso a quien lo trazó.
Todos los presidentes tienen sus límites. La capacidad de Fernández para conformar, al mismo tiempo, a Cristina Kirchner y los suyos, y a la clase media que alguna vez confió en él, ha demostrado ser mucho menos eficiente de lo que era necesario para ejercer un liderazgo apreciado por la sociedad. El 2023 arranca con un repetición compulsiva de un método fallido.
Mientras tanto, el cristinismo cerró el año con un deslumbrante alarde de dignidad y patriotismo. Victoria Donda renunció al Instituto Nacional de lucha contra la Discriminación y Félix Crous, a la Oficina Anticorrupción. Son gestos muy contundentes de coherencia y patriotismo. No se puede pertenecer a un gobierno tan despreciable.
Mientras, se mantienen los funcionarios camporistas que manejan abultadas cajas en YPF, Pami o Anses.
Hay momentos en que, incluso los héroes, necesitan moverse en el territorio de la realidad concreta.
No todo es plantar bandera.
Fuente: Infobae.com
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