Vecinos bonaerenses, entre rejas y balas

La inseguridad en la provincia de Buenos Aires ha dejado hace ya mucho tiempo de ser una contingencia, algo pasajero, episódico. Lamentablemente, se ha convertido en una condición estructural que erosiona la vida cotidiana, socava la confianza en las instituciones y profundiza la fragmentación socialLa Matanza, por citar uno de los distritos más calientes del conurbano, se ha transformado en el epicentro más crítico de esta crisis, y no solo por la magnitud del delito —la pérdida de tan solo una vida a manos de la delincuencia es motivo de preocupación—, sino también por la violencia con la que se ejerce y la impunidad con la que se mantiene.

Los datos oficiales de 2024 dan cuenta de que ese distrito registró 155 homicidios, con una tasa de 8,11 cada 100.000 habitantes, muy por encima del promedio bonaerense (4,76) y del nacional (3,8). Hubo 90 casos diarios de robos, más del doble que hace una década, y el 80% de los delitos fueron cometidos con armas de fuego, un dato que habla tanto del deterioro del control estatal como de la expansión del crimen.

Detrás de cada cifra hay una vida que se perdió, una familia destrozada y un enorme temor a salir a la calle. Rita Suárez, asesinada frente a su hijo en Villa Luzuriaga; Esmeralda Bustamante, acribillada al intentar defender a su hermana policía en Laferrère, y Dylan Cortez, ejecutado por un menor de 17 años en Ingeniero Budge como consecuencia de una discusión barrial, son apenas unos pocos ejemplos, pero suficientes para retratar el drama.

La multiplicación de víctimas convive de manera nefasta con la impunidad que exhiben los delincuentes. En La Matanza, el reciente velatorio de Lautaro Figueroa, ladrón que murió durante un tiroteo con la policía al intentar robarle la moto a un hombre, fue una muestra de distorsión moral y provocación: lo despidieron con el tronar de motocicletas acelerando durante la madrugada, disparos al aire y una obscena exhibición de armas sobre el ataúd. El delito se celebra mientras el Estado mira desde lejos como si fuera un mero espectador carente de responsabilidades.

Una parte sustancial del problema radica en el uso sistemático que la delincuencia hace de menores de edad, liberados una y otra vez por un sistema judicial desbordado, sin estructura para contener ni herramientas para reinsertarlos. Muchos de ellos actúan como piezas funcionales del delito organizado, sabiendo que no enfrentarán penas. No pocos niños y adolescentes con vidas marginales se han transformado en mano de obra barata de organizaciones delictivas, dedicadas al hurto, al robo y hasta al narcotráfico, tal el caso de los “soldaditos de la droga”, al servicio de organizaciones mafiosas vinculadas al tráfico de estupefacientes.

Como ya hemos dicho desde estas columnas, no resulta razonable que personas que registran varias intervenciones criminales continúen en libertad, más allá de que sean menores de 16 años. Son peligrosas para la sociedad y para ellas mismas, ya que desconocen el valor de la vida. El ineficaz funcionamiento del sistema reeducador de los institutos de menores o de las cárceles no puede ser una excusa para que los responsables de impartir justicia dejen en libertad a menores o adultos cuyo comportamiento se asocie con el delito como medio de vida. Estamos convencidos de que la reducción de la edad de imputabilidad —proyecto que ya cuenta con dictamen de comisiones en Diputados—, lejos de criminalizar a menores en riesgo, sancionará y prevendrá a quienes han caído en el crimen, al tiempo que tendrá un efecto disuasivo y ejemplificador.

Frente a esta tan triste como evitable realidad, parte de la dirigencia política ha elegido el silencio. El gobernador Axel Kicillof no ha asumido públicamente la dimensión del problema, reduciéndolo a la espasmódica entrega de patrulleros o a otras acciones aisladas que no van al fondo de la cuestión. El intendente de La Matanza, Fernando Espinoza, por su parte, evitó referirse a los recientes homicidios ocurridos en su distrito. Mientras tanto, los vecinos, hartos de promesas incumplidas, viven enrejados, modifican rutinas, evitan salir de sus casas y se organizan entre ellos para protegerse.

En lo que va del año, al menos 17 policías han sido asesinados en servicio. Si ni el uniforme representa un límite para el delito, ¿qué esperanza puede tener el ciudadano común?

La inseguridad no es solo un problema policial o judicial. Es, ante todo, una cuestión política. Es el resultado de años de desinversión, improvisación y ausencia de planificación. No hay política de seguridad sostenible sin prevención, sin profesionalización de las fuerzas, sin inteligencia criminal, sin decisión de quienes por mandato electoral ejercen el poder de turno. Urge recuperar la autoridad legítima del Estado, ofrecer justicia eficaz y devolverles a los vecinos la tranquilidad que han perdido. El miedo no puede ser el nuevo contrato social.

Fuente: La Nación

Sea el primero en comentar en "Vecinos bonaerenses, entre rejas y balas"

Deje un comentario

Su email no será publicado


*