Las elecciones legislativas del próximo 26 de octubre marcan una tendencia que, lejos de ser novedosa, se ha consolidado como uno de los rasgos más inquietantes de la Argentina contemporánea: la proliferación de candidatos sin trayectoria política relevante, sin formación técnica específica o sin compromisos explícitos con el trabajo parlamentario. Entre ellos, figuras de la farándula, del deporte, los medios de comunicación, el sindicalismo, el empresariado y cualquier otra actividad alejada de la política como actividad.
Tanto es así que ya no constituye una sorpresa la aparición de esos personajes, pero sí que cada vez sean más. Su incorporación en listas legislativas —Virginia Gallardo, Karen Reichardt, Claudio “el Turco” García, Sergio “Tronco” Figliuolo, Larry de Clay, el regreso como aspirante del mediático abogado Fernando Burlando, del que aún se recuerda un anterior spot de campaña en el que aparecía uno de los condenados por el crimen de José Luis Cabezas y el papelón protagonizado por Jorge Porcel (h.), que renunció horas después de haber sido nominado en la lista de Marcelo Peretta, quien días atrás agredió a Eduardo Feinmann, entre otros— parece responder más a una estrategia de marketing que a una propuesta política seria. La farandulización del Congreso, lejos de ser un síntoma ocasional, es una maniobra sostenida y transversal. Lo hace La Libertad Avanza, lo hace el peronismo, lo hacen sus socios ocasionales y también partidos que, sin chances reales de obtener resultados destacados en los comicios, al menos apuestan al golpe de efecto.
Pero si la profusión de outsiders genera cierto asombro, el reciclaje constante de nombres conocidos del suelo –y no pocos del subsuelo- de la política provoca un acostumbramiento que, lejos de contribuir al interés del electorado, resulta soporífero, especialmente teniendo en cuenta que muchas de esas figuras no han demostrado habilidades de las cuales jactarse. Allí aparece, entre tantos otros, Alberto Samid, oscuro empresario de la carne, hoy candidato a diputado nacional por el Frente Patriota Federal, una fuerza liderada por Alejandro Biondini. Que ambos encuentren espacio político en 2025 no es un dato menor, sino una señal clara de cómo el sistema permite la reaparición periódica de figuras que, por dudosa trayectoria o por ideología perimida, deberían haber sido superadas hace décadas.
En la otra punta del espectro, los supuestos “nuevos” también juegan a la vieja política. El caso de Juan Grabois es sintomático: tras semanas de amenazas públicas de ruptura con el peronismo, finalmente negoció su lugar en la lista de “unidad” de Fuerza Patria. Su retórica desafiante demostró ser una archiconocida estrategia de presión para asegurarse ser nominado en un lugar expectable para tratar de hacerse de una banca. Es difícil no preguntarse: ¿qué tipo de renovación es posible si incluso los “emergentes” reproducen las peores prácticas del pasado?
Hay algo profundamente regresivo en esta repetición: el Congreso no se perfila como el espacio donde se debaten los grandes desafíos del país, sino como una suerte de vitrina para egos heridos, famosos extrapolíticos y operadores con más ambición que ideas. Si cualquier persona puede ser candidata sin haber demostrado capacidad alguna para legislar sobre las grandes problemáticas tan técnicas como arduas del país, ¿cuál es el umbral de exigencia ciudadana? ¿Dónde queda la responsabilidad de representar a millones en un sistema que requiere expertise, preparación, diálogo y capacidad para negociar?
Los defensores de estas candidaturas apelan a la legitimidad del voto. “Si la gente los elige, tienen derecho”. Nadie discute eso. El problema no es la legalidad de las candidaturas, sino su legitimidad intelectual y –no menos importante- su integridad ética. El Parlamento no es un set de televisión ni un estadio ni un club de amigos. Es el lugar donde se redactan leyes, se discute el presupuesto, se revisan decretos y se define el rumbo institucional del país. No se trata solo de tener “empatía con la gente” o “llegar a los barrios”, sino de comprender los marcos normativos, los procedimientos parlamentarios y los desafíos profesionales que plantea cada discusión legislativa.
“Llenar las listas” antes que conformar eficientemente nóminas comiciales es anteponer lo conocido, lo ruidoso y lo visible a lo competente
Paralelamente, sigue escaseando una verdadera apuesta por cuadros jóvenes, con formación sólida y experiencia en sectores claves de la administración pública, el derecho, la economía, la ciencia o la educación, entre otros. “Llenar las listas” antes que conformar eficientemente nóminas comiciales es anteponer lo conocido, lo ruidoso y lo visible a lo competente. Como si el Congreso fuera un depósito de nombres reconocibles de donde ya no se espera excelencia, sino simplemente que ocupen un lugar.
La pregunta, entonces, es doble: ¿por qué los partidos renuncian sistemáticamente a formar nuevos dirigentes con la debida preparación?. Y ¿por qué una parte del electorado tolera —cuando no celebra— esta banalización del rol legislativo?
Mientras el Congreso se convierte en una pasarela de vanidades o en una agencia de empleo para los mismos de siempre y los advenedizos, los problemas estructurales del país siguen sin resolverse. No se trata de elitismo ni de excluir a quienes provienen de ámbitos no académicos o no políticos. Se trata, simplemente, de que un cargo legislativo no debe ser nunca un premio consuelo, un pago de favores, una apuesta “a ver cómo sale” o una segunda oportunidad para famosos en busca de reflectores.
Un cargo legislativo no debe ser nunca un premio consuelo, un pago de favores, una apuesta “a ver cómo sale” o una segunda oportunidad para famosos en busca de reflectores
Tal vez ya no sorprenda tanto ver listas llenas de personajes atípicos, pero que no sorprenda no significa que no sea grave. Y si el Congreso se vuelve irrelevante para la sociedad, quizás no sea solo por su falta de poder real, sino por la carencia de idoneidad de muchos de quienes lo integran.
La política puede seducir con rostros conocidos. Gobernar y legislar con resultados es algo mucho más delicado.
Fuente: La Nación
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