La peor receta para resolver los problemas de una economía que presenta desequilibrios estructurales es la de aplicar intervenciones que pretendan borrar los efectos sin atacar las causas. Cuando así se actúa se avanza en callejones sin salida, con tensiones crecientes que terminan en fuertes correcciones incontroladas. Por ejemplo, el uso del retraso cambiario para combatir la inflación lleva inevitablemente al control de cambios, o sea, al cepo. En poco tiempo se desemboca en la pérdida de reservas que se resuelve con la limitación de las importaciones y de los pagos externos. Y así se afecta la producción y la oferta de bienes, lo que impulsa los precios hacia arriba. Las reservas finalmente se agotan, sin antes pasar por el uso indebido por el Banco Central de divisas que solo debe custodiar y no disponer. Entonces aumenta el riesgo de los depositantes y el llamado riesgo país. Se encarece el crédito y se ahuyentan las inversiones. Y así sigue el mundo del revés.
La política de tapar las consecuencias mientras se agravan las causas también se aplica en el plano fiscal. La expansión del gasto público continúa a pesar de su colosal crecimiento en los últimos veinte años. La dotación de empleados públicos crece y se siguen sumando moratorias previsionales para otorgar jubilaciones a quienes no hicieron aportes. Los planes sociales se multiplican, alimentando no solo a los necesitados, sino a intermediarios que frecuentemente llenan las calles de piquetes. De todo esto resulta que a pesar de la despiadada presión impositiva, persiste un elevado déficit fiscal. Agotadas las posibilidades de financiarlo con deuda en condiciones razonables, se ha recurrido inevitablemente a la emisión monetaria. Los límites que le impone al Banco Central su Carta Orgánica han sido superados mediante el arbitrio de la distribución de utilidades ficticias que supuestamente se logran con la devaluación sobre las reservas en moneda extranjera. Esa creación diarreica de dinero es parcialmente absorbida mediante la colocación de letras a muy alto interés suscriptas por bancos, que así retacean el más riesgoso crédito al sector privado. El gasto cuasifiscal por el pago de esos intereses se suma al déficit fiscal para constituir entre ambos el principal factor inflacionario.
Los resultados fiscales de julio ponen una nueva luz de alarma. El déficit de la administración nacional aumentó un 106% respecto del mismo mes del año anterior. Fue la consecuencia de una caída real de los ingresos del 3,4% en ese mes, versus un aumento del gasto primario del 2,6%. Estas cifras muestran la imposibilidad de cumplir con la meta de déficit primario no superior al 2,5% del PBI acordada con el FMI. Más comprometida aún es la situación si se incorpora el déficit cuasifiscal resultante de los intereses de la deuda emitida por el Banco Central. El stock de Leliq alcanza a 19 billones de pesos con altísimos intereses. Las estimaciones del total del déficit fiscal y cuasifiscal superan los seis puntos del PBI. Aquí está el meollo de la inflación que padecemos. Está claro que esta es la causa que hay que curar y eso no se logra con intervenciones y parches.
El reciente desembolso de 7500 millones de dólares del FMI fue condicionado a la aplicación, entre otras medidas de ajuste, de una corrección del retraso cambiario. El Gobierno accedió a devaluar el peso en un 20% al tipo de cambio oficial, sin el acompañamiento de un programa integral que corrigiera los problemas de fondo. Pese a que se considera probable un próximo gobierno de otro signo que aplique correcciones más ortodoxas, la devaluación deterioró aún más la confianza y tuvo un rápido traslado a precios. En este mismo contexto la cotización del dólar informal trepó velozmente y la brecha cambiaria se ubicó de nuevo arriba del 100%. Así persiste el ataque sobre las reservas y el contagio sobre los precios. La inflación para agosto se estima por arriba del 12%. La aceleración está acentuando el fenómeno de la huida del dinero, potenciando el efecto inflacionario de la propia emisión. Según estimaciones privadas, el agregado monetario M1 (monedas y billetes en circulación más depósitos a la vista) estaría pasando de rotar cada 8,4 días en junio a hacerlo cada 6,7 días en agosto. La velocidad de rotación se acerca así peligrosamente a la observada en la hiperinflación de 1989. También se ha comenzado a advertir la dificultad de comerciantes y fabricantes de fijar precios al no poder precisar el costo de reposición.
Los saqueos, aunque sean impulsados por grupos disolventes, encuentran un ambiente favorable en el fastidio social ante los aumentos de precios, para muchos inalcanzables. Tropezamos recurrentemente con la misma piedra. En un mundo en donde la lista de países con alta inflación no supera el número de dedos de una mano, resulta incomprensible que no hagamos lo que todos saben que debe hacerse.
Fuente: La Nación
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