De hijos y entenados: Sarkozy preso, Cristina anfitriona

Las comparaciones son inevitables cuando, con tanta elocuencia y desparpajo, la realidad se abre paso a trompicones. Mientras en París el expresidente Nicolas Sarkozy cumple una condena de prisión efectiva por corrupción en una celda de 11 metros cuadrados, en Buenos Aires Cristina Kirchner purga una pena en la amplitud de su cómodo departamento de Constitución, convertido en búnker político y tribuna partidaria. No es cuestión de poder, ya que ambos fueron jefes de Estado. Es, más bien, la confirmación de que en nuestro país la ley no se aplica a todos los ciudadanos por igual. A ello se suma la inconcebible naturalización por parte de buena parte de la sociedad para que aquí siga habiendo hijos y entenados.

Sarkozy, condenado en 2021 por corrupción y tráfico de influencias, y nuevamente este año por asociación ilícita y financiación ilegal de su campaña de 2007 con fondos libios, fue llevado a la cárcel de La Santé. Allí se encuentra aislado, sin teléfono celular, recibe visitas familiares tres veces por semana y solo cuenta con dos salidas diarias breves al patio del penal. El tribunal lo condenó por considerar de “excepcional gravedad” el delito cometido y le aplicó la ley como a cualquier hijo de vecino.

Sarkozy llegó caminando hasta el penal, acompañado por su esposa, y allí mismo se despidió de su libertad. Es la primera vez que un expresidente francés pisa una prisión en ejecución provisional de su condena. Que le concedan arresto domiciliario –posibilidad que reclamó en virtud de ser mayor de 70 años- aún no tiene fecha de definición.


Sarkozy, culpable de delitos graves, asume su condición de presidiario y cumple su condena bajo la autoridad de un Estado que no distingue entre jerarquías. La expresidenta, en cambio, usufructúa la actual pena que transita como una extensión de su militancia, sin que los jueces hagan cumplir los límites que ellos mismos dispusieron para otorgarle el arresto domiciliario


Cristina Kirchner, en cambio, nunca cruzó el umbral de un tribunal ni de una unidad penal desde que fue condenada a seis años de prisión por fraude contra la administración pública en la causa Vialidad. No hubo traslado ni cumplió siquiera un día de reclusión formal y la aceptación de su prisión domiciliaria se dio en tiempo récord. La sentencia firme la encontró, y allí sigue, en su casa, que de penal no tiene nada. Desde el balcón de su vivienda saluda a militantes apostados en la calle, organiza reuniones políticas y convierte el barrio en feria partidaria, con venta de choripanes y merchandising político. Esos encuentros atormentan a los vecinos, que muchas veces ni siquiera pueden descansar. Sin embargo, tales estridencias y las miserias humanas que suelen quedar como recuerdos en las veredas no conmueven a los magistrados a pesar de que deberían bastar para revocar el beneficio.

Ambos coinciden en el resentimiento que comparten, pero el contraste se agudiza si se observa la enorme cantidad de recursos judiciales que ha venido presentando Cristina Kirchner en todos los expedientes que la tienen como imputada. Apenas la semana pasada intentó, sin éxito, un nuevo sobreseimiento anticipado en la causa Cuadernos, cuyo juicio oral comenzará el 6 del mes próximo. Se trata del expediente donde se la acusa de haber sido jefa de una asociación ilícita que articuló la recaudación sistemática de sobornos de parte de empresarios favorecidos por el Estado. En otras palabras, otra profunda huella en la larga ruta del sistema de corrupción montado durante su gobierno. Afortunadamente, la Corte Suprema de Justicia de la Nación acaba de rechazar todos los recursos presentados por los abogados de la expresidenta, de exfuncionarios y empresarios que incluso llegaron a ofrecer dinero para no ir presos. El comienzo del juicio ha quedado así ratificado.

Con lenguaje simple y llano, dos cartas de lectores publicadas recientemente en LA NACION por Roberto Arostegui Ricardo Albanese expresan el arraigado sentimiento de que un amplio sector de la Justicia en nuestro país actúa en forma selectiva, condescendiente con los poderosos. Arostegui, por ejemplo, observó que mientras Sarkozy padece la cárcel con las limitaciones de un recluso común, Cristina Kirchner disfruta de una vida social sin restricción alguna. Por su parte, Albanese se preguntó si tiene sentido hablar de “prisión” cuando el condenado sale al balcón a arengar a sus seguidores. Cuando no a bailar, burlándose de todos y, especialmente, de la Justicia.


Mientras en París el expresidente Nicolás Sarkozy cumple una condena de prisión efectiva por corrupción en una celda de 11 metros cuadrados, en Buenos Aires Cristina Kirchner purga una pena en la amplitud de su cómodo departamento de Constitución, convertido en búnker político


Frente a estos hechos, algunos ensayan la defensa de un supuesto contexto condicionante basado en que, mientras Francia busca ejemplaridad, la Argentina muestra humanidad, evitando la humillación de quien ejerció la máxima magistratura. Pero el argumento se desmorona ante la evidencia. Sarkozy, igualmente culpable de delitos graves, asume su condición de presidiario y cumple su condena bajo la autoridad de un Estado que no distingue entre jerarquías. La expresidenta, en cambio, usufructúa la actual pena que transita como una extensión de su militancia, sin que los jueces hagan cumplir los límites que ellos mismos dispusieron para otorgarle el arresto domiciliario.

La cuestión no es solo jurídica: es moral e institucional. La prisión de Sarkozy muestra lo que sucede en una democracia en la que se protege su sistema judicial de las presiones del poder. La detención de Cristina Kirchner revela, en cambio, la perversa confusión entre derechos y privilegios, entre obligaciones y perdones basados en meros pretextos. Entre la celda austera de La Santé y el departamento de Constitución hay más que metros cuadrados de diferencia: hay una distancia ética que mide la solidez de las instituciones y el respeto por la igualdad ante la ley.

Fuente: La Nación

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