La modernidad, bajo fuego

La ocupación violenta de parques nacionales en la provincia de Río Negro por seudomapuches, la intrusión en campos productivos de Entre Ríos, las tomas de tierras en el conurbano y el reciente ingreso ilegal en la estancia de Lago Escondido no se explican por circunstancias particulares, sino que integran una estrategia mayor de demolición de las instituciones de la república. La remoción de la estatua de Colón, la reformulación de la historia en las escuelas, la llamada Justicia Legítima, la liberación de presos, la tolerancia y complicidad con el narcotráfico y el juicio político a la Corte Suprema de Justicia de la Nación son parte de una regresión al autoritarismo tribal. O al populismo autoritario, en términos técnicos.

De nada vale un análisis erudito que demuestre que los mapuches no son un pueblo originario, sino que se instalaron en Salinas Grandes cuando Calfulcurá cruzó desde Chile y llevó a cabo la matanza de Masallé (1834). De nada vale probar que tampoco eran “ancestrales” en Mendoza, donde el gobierno nacional les ha entregado 25.000 hectáreas, pues también allí los chilenos exterminaron a los puelches originales. Tampoco vale esforzarse en explicar que carecen de derechos sobre Vaca Muerta las familias gününa küna que residen en el área de Rincón de los Sauces y Auca Mahuida.

Es inútil demostrar que el ingreso del Movimiento de Trabajadores Excluidos al campo de Etchevehere en Entre Ríos configuró un delito penal y que las tomas de tierras en el conurbano, conducidas por el propio Juan Grabois alegando falta de viviendas, son usurpaciones lisas y llanas. Tampoco sirve preguntar quién pagará los sueldos de las personas que trabajan en Lago Escondido cuando el propietario inglés se canse de las agresiones del exmontonero Julio César Urien y del médico militante Jorge Rachid, asesor de Axel Kicillof.

Entre tantas improvisaciones, se pone en juego el destino de una nación que fue milagro de desarrollo gracias a estadistas ilustrados que adoptaron una Constitución liberal, crearon la moneda nacional, sancionaron los códigos de fondo, ocuparon el territorio, promovieron la educación, cultivaron los campos, tendieron vías férreas, fundaron ciudades y atrajeron inmigrantes

Cuando de tierras se trata, por detrás de los activistas movilizados con fondos de organizaciones subsidiadas, se encuentra una caterva de oportunistas, punteros, agentes inmobiliarios, politicastros y zurupetos, expertos en crear situaciones de facto, utilizar niños indefensos y embarazadas, interponer amparos, amedrentar jueces, paralizar evicciones y detener desalojos en mesas de diálogo que convalidan hechos ilícitos y eternizan ocupaciones.

Pero nada de eso tiene importancia cuando el objetivo mayor es terminar con la división de poderes, la independencia de la Justicia, la libertad de prensa, el derecho de propiedad y las libertades individuales. Detrás de esas violaciones a derechos constitucionales, funcionales a la mercantilización de reclamos y monetización de piquetes, sobrevuela una ideología que utiliza a los mapuches, los pueblos ancestrales, las familias sin techo, los hortelanos entrerrianos, los manuales escolares, los jueces garantistas, los presos liberados, los narcos tolerados o la estatua del gran genovés como simples fichas en el gran juego de demoler los valores de la Ilustración.

Eso ya lo había advertido Juan José Sebreli en su Asedio a la modernidad (1991), donde criticaba el relativismo cultural como forma de erosionar los pilares de las sociedades occidentales, fundados en el pensamiento libre y el respeto por las personas. La razón humana, que permitió crear el lenguaje, diseñar instituciones, controlar el fuego, concebir la imprenta, utilizar el vapor, inventar antibióticos, aplicar el electromagnetismo, desentrañar el átomo, comprender la cuántica, desarrollar internet y expandirse con inteligencia artificial ha sido puesta en juicio por una supuesta “crisis del capitalismo”, como si China, Rusia, la India o Corea del Norte tuvieran una receta alternativa para curar el “malestar social” que aqueja al mundo. Ni sirven de modelos los países escandinavos, cuyo éxito se basa en la honradez, la transparencia y la confianza interpersonal, inexistentes en igual grado en el resto del planeta.

Esa crítica a la modernidad comenzó en Francia (París, mayo de 1968), por filósofos “posmodernos” y fue reflotada, con renovado vigor, en las universidades estadounidenses a través de la cultura de la cancelación y el progresismo woke o despierto. La razón cartesiana y la modernidad, su fruto virtuoso, serían armas de una cultura “eurocéntrica” para someter al resto de la humanidad imponiéndole sus valores. Los franceses, en tren de denostar la razón, llegaron a negar la superioridad del hombre sobre el resto de la naturaleza, equiparando el aullido a la palabra y el rizoma vegetal a las simetrías binarias de la lógica aristotélica. Para ellos, Voltaire y Montesquieu, Laplace y Lavoisier, Newton y Faraday, Sarmiento y Roca, Yrigoyen y Alvear serían cómplices de la expansión de esa cultura de sumisión en Occidente.

La crítica a la sociedad disciplinaria de Foucault y la deconstrucción del lenguaje de Derrida son planteos interesantes en el mundo académico, pero que, llevados a la práctica, tienden a deslegitimar el capitalismo y el orden social de las democracias liberales, sin ninguna propuesta alternativa que respete sus principios y asegure la creación de riqueza como aquel.

La Cámpora es ajena a esas teorizaciones. Con bastones de mariscales su misión es recorrer territorios, treparse en paravalanchas, tejer alianzas, comer asados, manejar cajas y negociar retornos. Cuentan con veteranos setentistas, antiguos terroristas o intelectuales gramscianos, quienes ponen letra para que politicastros y zurupetos justifiquen tomas y usurpaciones, liberen presos, enjuicien a la Corte o destierren a Colón, con razones que contrarían la razón.

Entre tantas improvisaciones, se pone en juego el destino de una nación que fue milagro de desarrollo gracias a estadistas ilustrados que adoptaron una Constitución liberal, crearon la moneda nacional, sancionaron los códigos de fondo, ocuparon el territorio, promovieron la educación, cultivaron los campos, tendieron vías férreas, fundaron ciudades, instalaron telégrafos y atrajeron los inmigrantes que fueron argamasa de la población actual.

La Argentina de los logros individuales y los orgullos colectivos, del esfuerzo y el mérito, del trabajo y la inversión, de la ciencia y la razón, de los derechos individuales y los derechos humanos construyó un capital social que debe preservarse antes que posmodernos, politicastros y zurupetos lo malgasten en provecho propio y para agradar a su mentora, Cristina Fernández, en su desesperada procura de impunidad.

Fuente: La Nación

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