En los últimos 80 años la Argentina ha malversado décadas de educación pública, el potencial de sus recursos, los restos de una infraestructura ya obsoleta, sus otrora novedosas instituciones republicanas y los sueños de progreso de sus clases medias, como resultado de una regresión a un sistema tribal y empobrecedor.
Nuestro país tuvo déficit fiscal en 115 de los últimos 125 años. Desde 1900 hubo 22 crisis económicas: 20 causadas por déficit fiscal. No debe sorprendernos que el FMI nos haya asistido 24 veces desde 1956. En sus aspectos más dolorosos, hemos sufrido dos hiperinflaciones sin guerras, más nueve defaults y, como consecuencia, quitamos 13 ceros al peso. Sin incluir el estallido inminente y el 50% de pobreza que dejó como legado Sergio Massa al actual gobierno con su irresponsable plan “platita”.
Esas señales indican que, bajo la superficie, existe un problema mayor que el déficit fiscal pues, de lo contrario, algún buen economista hubiera dado en la tecla para estabilizar el país, hace rato. Buenos economistas no han faltado, ni entonces, ni ahora. Todos tienen sus manuales y pregonan recetas variadas, pero algo subterráneo e invisible impide que el país salga a flote: es la trama de intereses creados y los empleos que conllevan, modelando una realidad calcificada por el sarro corporativo.
En el contexto de una economía cerrada, protegida de la competencia externa y que carga con un gasto público desbordado y un sindicalismo politizado, artífice de la industria del juicio, no es sorprendente que el dólar nunca alcance. A ello cabe agregar la presión fiscal de provincias y municipios que necesitan recursos para cubrir sus propias distorsiones. Las pymes, principales dadoras de trabajo, se han desarrollado en ese contexto y en lugar de insertarse en el mundo, sobreviven en el mercado interno con poca vocación de cambios. Demandan dólares, pero no los generan.
El déficit fiscal refleja un desajuste entre las pretensiones colectivas y la productividad de la economía para satisfacerlas. A través de los años han aumentado las exigencias sobre las arcas estatales, se han creado nuevos organismos, dispuesto mayores subsidios (sociales y económicos) y votado más derechos para satisfacer necesidades reales o ideológicas. Pero sin mayor productividad del conjunto, sin remoción del sarro fiscal y de los bloqueos regulatorios solo habrá derechos huecos y desequilibrios irresueltos con emisión monetaria y agitación social.
El gobierno ha logrado reducir la inflación como prioridad absoluta, pues sin moneda no hay supervivencia colectiva. Y lo ha hecho con éxito, a pesar de las críticas de quienes nunca pudieron ni intentarlo por haber carecido de “un Milei” en el poder avalado por voto popular. “Que debería flotar, que debería fijar, que debería subir o que debería bajar”, sin advertir que, por primera vez, hay un presidente dispuesto asumir el costo de transformarla frente a una Línea Maginot construida para impedirlo.
Sin mayor productividad del conjunto, sin remoción del sarro fiscal y de los bloqueos regulatorios solo habrá derechos huecos y desequilibrios irresueltos con emisión monetaria y agitación social
Es una experiencia novedosa, sin mayorías legislativas y con una población escéptica, habituada a la gratuidad y la especulación. Y desafiado por consensos históricos reacios a cualquier cambio. A la inversa del pasado, cuando “la economía debía subordinarse a la política” ignorando el equilibrio fiscal, pues la política requería lo contrario. Lo dijo bien Raúl Alfonsín: “No quise, no supe o no pude”.
Después de la estabilización será indispensable corregir las vigas maestras de nuestra estructura productiva. Las llamadas reformas estructurales, sin las cuales el esfuerzo colectivo se malgastará por falta de inversiones y de nuevas tecnologías que aumenten su productividad. Sin esas reformas, el déficit fiscal y las crisis cambiarias estarán siempre golpeando la puerta como en los 80 años anteriores.
Esto es lo que espera el mundo de la Argentina, incluso el presidente Donald Trump lo manifestó en su reunión en Washington con Milei. Si se logran consensos colectivos para encararlas, habrá confianza y entrarán capitales. Si esos consensos no se logran, continuará la presión sobre el dólar, el rechazo del peso, la ausencia de crédito, la falta de trabajo regular, el cuentapropismo, el desempleo disfrazado, el desequilibrio previsional y la desintegración de las cadenas productivas. Y por supuesto, se ausentará el apoyo de Estados Unidos, no dispuesto a quemar dólares para financiar nuestros desvaríos fiscales y la subsistencia de privilegios discrecionales.
El peronismo unido, al adoptar el lema “Parar a Milei”, ha hecho explícita su defensa de los intereses corporativos. Sus verdaderos beneficiarios guardan un silencio cómplice, protegidos bajo la sigla Fuerza Patria y alentando su discurso pobrista para mantener el statu quo en nombre de quienes menos tienen, aunque en su perjuicio. No son distintas otras agrupaciones que, para evitar conflictos y conseguir apoyos, optan por igual evasiva como paladines del diálogo y del compromiso democrático.
El poder sindical, los lobbies sectoriales, los privilegios adquiridos, las situaciones irreversibles, las guaridas estatales, las competencias federales, los amparos judiciales y los “aportes de campaña” son obstáculos capaces de frenar cualquier reforma movilizando sectores populares, con ómnibus y pancartas, con palos y con piedras
Philippe Aghion, ganador del Premio Nobel de Economía 2025 por su “Teoría del crecimiento sostenido a través de la destrucción creativa” no podría imaginar que en la Argentina el acceso a la innovación y la competitividad esté bloqueado por partidos populares que operan como “avatares” de los sectores afectados. Fue Joseph Schumpeter en 1942 quien sostuvo que la innovación desmantela estructuras económicas tradicionales, abriendo paso a otras nuevas. No pudo escribir un capítulo referido a los blindajes políticos, sindicales, legales y judiciales que en la Argentina lo impiden desde 1946.
El Gobierno debe avanzar, como si tuviera un camino despejado, por el estrecho sendero marcado por históricos consensos nacionales, sostenidos por dirigentes, legisladores, gobernadores, sindicatos, consejos profesionales y cámaras empresarias. Ese entramado de situaciones fácticas ha generado incentivos perversos desde la cúpula de esos niveles hasta los trabajadores más humildes cuyas sencillas labores están ligadas a la suerte de organismos públicos o empresas privadas que serían afectadas por los cambios. Es la capilaridad de un modelo octogenario, que ha condicionado todas las actividades hasta sus más recónditos intersticios. Es fácil diagnosticar, pero… ¿quién le pondrá el cascabel al gato si se prefiere proteger al gato?
El poder sindical, los lobbies sectoriales, los privilegios adquiridos, las situaciones irreversibles, las guaridas estatales, las competencias federales, los amparos judiciales y los “aportes de campaña” son obstáculos capaces de frenar cualquier reforma movilizando sectores populares, con ómnibus y pancartas, con palos y con piedras. Son aquellos quienes, ocultos tras la simbología de Fuerza Patria, cruzan los dedos para que Javier Milei fracase, que el riesgo país se dispare, que algún otro escándalo melle su credibilidad, que Estados Unidos reclame los glaciares o que un cisne negro se pose sobre la Argentina, para que nada cambie.
Fuente: La Nación
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