Los números son contundentes. Según un informe de LA NACION, cada argentino consume en promedio 427 kilos de plástico al año. De esa montaña de envases, bolsas, botellas y envoltorios, la mayoría termina en basurales a cielo abierto, en ríos y, finalmente, en el mar. Hay un dato más inquietante: cada persona ingiere alrededor de 50 mil partículas plásticas por año, una invasión silenciosa que se acumula en el cuerpo humano sin que aún sepamos del todo cuáles serán sus consecuencias a largo plazo.
El problema es global, pero el modo en que la Argentina lo aborda —o mejor dicho, lo desatiende— revela algo más que inercia. Mientras la Organización de las Naciones Unidas (ONU)avanza en la negociación de un Tratado Global sobre Plásticos, jurídicamente vinculante, que con la intención de reducir la contaminación en todo el ciclo de vida del material, nuestro país ha optado por alinearse con Estados Unidos, que encabeza el bloque de naciones más reticentes a establecer límites firmes en la producción y circulación de plásticos.
El contraste es claro: la Unión Europea promueve restricciones crecientes, prohibiciones de plásticos de un solo uso y metas de reciclado ambiciosas. Incluso países como Chile ya avanzaron con normativas estrictas que limitan envases descartables y obligan a la industria a rediseñar sus sistemas de producción. La Argentina, en cambio, parece atrapada en un discurso donde la ideología pesa más que la conciencia ambiental.
La retórica local insiste en la “soberanía de consumo”, en la idea de que las regulaciones internacionales atentan contra la libertad de los mercados o que las restricciones al plástico encarecerían bienes básicos. Esa mirada —alimentada por la presión de sectores industriales y el guiño político a Washington— desconoce no solo la magnitud de la crisis ambiental, sino también el hecho de que el plástico se ha convertido en un problema de salud pública.
La contaminación plástica ha dejado de ser tema de tortugas enredadas en bolsas o de microesferas flotando en el océano. Es un riesgo directo para los cuerpos humanos, desde partículas en el aire que respiramos hasta microplásticos presentes en la sangre, en los pulmones y hasta en la placenta.
El error argentino es pensar que esta es una agenda de países ricos y que “el ambientalismo radical” busca frenar el desarrollo. Es exactamente lo contrario. Al mantenernos en la vereda de los que niegan el problema, nos condenamos a un rezago doble: seguiremos padeciendo la contaminación sin políticas eficaces para reducirla y perderemos la oportunidad de modernizar una industria que podría adaptarse a un mercado global cada vez más exigente en términos de sustentabilidad.
La conclusión es incómoda pero inevitable: el alineamiento de la Argentina con la estrategia de Estados Unidos frente al plástico no responde a un diagnóstico serio ni a una lectura responsable del futuro. Responde, más bien, a un reflejo ideológico, a la tentación de abrazar cualquier bandera que se oponga a la regulación internacional. Y esa confusión nos deja una herencia peligrosa: más plástico en el ambiente, más plástico en nuestros cuerpos, menos futuro para todos.
Fuente: La Nación
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