El riesgo de ser argentinos

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El 1° de julio de 1824 la provincia de Buenos Aires tomó un préstamo por un millón de libras esterlinas de la casa Baring Brothers. Era gobernador don Martín Rodríguez y su ministro de hacienda, Bernardino Rivadavia. El objeto era construir un puerto, instalar agua corriente en la ciudad y fundar tres pueblos para afincar familias en zonas de frontera. Como ahora, “faltaban dólares” para las efectividades conducentes.

Por entonces, no existía aún la Argentina como nación constituida sino una confederación de provincias autónomas, sujeta con alfileres. Buenos Aires se endeudó en un contexto de altísimo “riesgo país” pues los españoles todavía controlaban el Alto Perú -la batalla de Ayacucho se libró meses más tarde– y la actual Uruguay estaba ocupada por Brasil (“Provincia Cisplatina”). El “préstamo Barings” ha sido muy criticado por el revisionismo histórico como símbolo del primer endeudamiento externo y de dependencia respecto del Imperio Británico. Visto en perspectiva, lo que parece insólito es que haya habido banqueros dispuestos a prestar a una provincia remotísima en esas condiciones volátiles, aunque solo fuese para comprar bienes en Gran Bretaña. Solo vieron los números e ignoraron el riesgo político de confiar en quienes aún carecían de instituciones. Y así les fue. Primeros en palpar el riesgo del ser argentino.

Durante 80 años se han creado derechos de todo tipo, incluso con rango constitucional, que no pueden sustentarse a fuerza de palabras, sin crecimiento simétrico de la economía. Es decir, sin inversiones que aumenten la productividad al mismo ritmo que esos “devengamientos” intocables, blindados por rabietas legislativas, medidas de fuerza y recursos de amparo

Rivadavia tenía muy clara la necesidad de inversiones para impulsar el progreso del país con escuelas, universidades, obras de saneamiento e infraestructura portuaria, pero en esa confederación tumultuosa no había mercado de capitales. El breve lapso de su gobierno fue llamado “la feliz experiencia”, aunque hubo que esperar a la Organización Nacional para retomar la senda del orden constitucional y el desarrollo sustentable. Esa segunda experiencia, más feliz que la anterior, colocó a la Argentina entre las naciones más exitosas de la tierra, pero quedó para el olvido desde el golpe militar de 1943 hasta ahora, salvo cortos interregnos de paz y administración.

El año pasado se cumplieron 200 años de aquella fecha. Sin embargo y después de dos siglos, en el conurbano bonaerense el 25% de las viviendas no tiene agua corriente, el 42% no posee cloacas y el 35% no cuenta con gas de red o electricidad para cocinar (censo de 2022). Es llamativo que ese aniversario siempre se identifique como hito del endeudamiento externo y nunca como dramático testimonio del tiempo transcurrido desde Rivadavia, sin que la misma provincia haya podido resolver el tema del saneamiento, principal desafío de la salud pública para prevenir epidemias.

Quienes presionan por aumentar los gastos, por más legítimos que sean, deberían señalar con el dedo acusador a quienes, desde el Estado nacional, las administraciones provinciales y los municipios se llevan los recursos que faltan a quienes más los necesitan

Nada puede hacerse sin dinero, salvo el amor y la poesía. La mayor parte de las necesidades humanas son materiales y el dinero, para que tenga valor y sirva como moneda, hay que merecerlo. Sin embargo, desde aquel golpe de los coroneles se ha pregonado lo contrario. Que se debe impulsar el consumo con emisión, desalentando el ahorro pues, de todas maneras, se fuga al exterior. Que la pobreza es fruto de la dependencia y esta, del connubio entre los enemigos de afuera y la antipatria de adentro. Y, finalmente, que el rol del estado es controlar empresas, asignar el crédito y acumular capitales por la fuerza, pues nunca vendrán de buen modo a nuestra ayuda, salvo para el expolio. Todavía estamos pagando el precio de esas nefastas creencias, raíz cultural del drama nacional y obstáculo para la modernización.

Durante 80 años se han creado derechos de todo tipo, incluso con rango constitucional, que no pueden sustentarse a fuerza de palabras, sin crecimiento simétrico de la economía. Es decir, sin inversiones que aumenten la productividad al mismo ritmo que esos “devengamientos” intocables, blindados por rabietas legislativas, medidas de fuerza y recursos de amparo. Cada sector agita sus banderas de derechos adquiridos sin que la política se haga cargo del desajuste, aunque el barco se hunda y todos dentro de él. La Argentina es un país sin moneda, sin ahorro interno ni buena reputación para acceder al crédito externo. Rivadavia pudo seducir a banqueros porque aún no existían las calificadoras de riesgo ni analistas con internet.

No hay tiempo de continuar protegiendo privilegios e ingresos desiguales invocando doctrinas cubiertas de herrumbre mientras el mundo avanza sin llorar por la Argentina

Para construir reputación es indispensable enviar un mensaje colectivo de convicción de cambio, como un SOS en una botella o una salva de cañones. La expresión “shock de confianza” la acuñó el ingeniero Álvaro Alsogaray aconsejando al expresidente Raúl Alfonsín al final de su mandato y fue muy acertada, pues en esa materia no se puede ser gradualista, ya que el paso del tiempo debilita las decisiones y fortalece los intereses creados en su afán de armar coaliciones para bloquear los cambios.

Grecia le costó siete años de dura continencia (2011-2018), y varias huelgas generales, hasta resurgir como un “tigre del crecimiento”. También Portugal sufrió la crisis de 2007 y estuvo a punto de romper con el euro. Como Grecia, recurrió al rescate del FMI y de la UE, aplicó reformas estructurales y recortes de gasto público, con paros y reclamos durante cuatro años hasta alcanzar grado de inversión en 2017.

En la actual coyuntura, en la que la oposición pretende romper la regla del déficit cero con sus mayorías legislativas, el célebre “dilema del prisionero” que frustra las mejores intenciones puede hacer fracasar el deseo de transformación expresado en las urnas sin advertir que estamos a un tris de volver atrás y caer en una enésima crisis.

Ahora urge corregir las causas y no solo atender, con premura oportunista, sus consecuencias

Todo el esfuerzo colectivo debe dirigirse a bajar el riesgo país, aunque suene un objetivo economicista en desmedro de valores humanistas, al decir de Juan Grabois. Pues solamente así podrá refinanciarse la deuda pública, expandirse el crédito interno, incrementarse el empleo, mejorar la vida de las familias, financiar las jubilaciones y atender necesidades sociales impostergables. Hoy como ayer, sin capitales no habrá agua potable ni viviendas ni infraestructura, como lo advirtió Rivadavia en 1824.

Quienes presionan por aumentar los gastos, por más legítimos que sean, deberían señalar con dedo acusador a quienes, desde el Estado nacional, provincias y municipios, se llevan los recursos que faltan a quienes más los necesitan. Deberían concurrir, cabizbajos, a las plazas de las marchas para mirar a los ojos a las madres, jubilados o desvalidos que protestan y explicarles por qué sus ingresos son más justificados que las prestaciones por discapacidad, los sueldos del hospital Garrahan o los haberes de la tercera edad.

Así deberían comparecer los directores de empresas públicas y de bancos oficiales (en particular, del Banco Provincia, fundado por Rivadavia); los legisladores bonaerenses, con sus tarjetas y sus chocolates; los sindicalistas que desvían fondos de obras sociales, los miles de pensionados “truchos”, los docentes con licencias abusivas y tantos contratistas que sobrefacturan y saben agradecer. Sin omitir varios ómnibus fletados desde las provincias, con sus plantas de personal plagadas de ñoquis, familiares y militantes que crecieron en un millón de puestos de 2003 a 2015.

En diciembre de 2023 había un 50% de pobres y un 10% de indigentes, pero entre los chicos de entre 13 y 17 años la pobreza alcanzó al 59% y la indigencia, al 19%. Con una hiperinflación en puerta, el año pasado se hubieran alcanzado niveles subsaharianos. Sin embargo, al comienzo de la democracia la pobreza era del 25%. Esa duplicación sin catástrofes naturales ni guerras es un síntoma grave de disgregación social y marca registrada de nuestra anomia institucional. Ahora urge corregir las causas y no solo atender, con premura oportunista, sus consecuencias.

En la vida cotidiana advertimos las transformaciones que conllevan las nuevas tecnologías, dejándonos atrás en competitividad e inclusión social. No hay tiempo de continuar protegiendo privilegios e ingresos desiguales invocando doctrinas cubiertas de herrumbre mientras el mundo avanza sin llorar por la Argentina. Hoy, como en 1824, es indispensable recomponer la credibilidad nacional para no perder el tren de la historia y sepultar por siempre el proverbial riesgo de ser argentinos.

Fuente: La Nación

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