Malas prácticas malogran buenas intenciones

Para que una nación funcione es necesario que haya un mínimo de confianza recíproca entre los ciudadanos. El orden jurídico liberal otorga certezas a la acción humana mediante principios básicos como el respeto a la propiedad, la firmeza de los contratos y la sanción penal. En ese contexto, el Estado es indispensable como garante de esos derechos. Un Estado probo y ejemplar, simbolizado por la bandera, el himno y el escudo de manos enlazadas. De ese modo, los esfuerzos de unos se coordinan con los de otros, como trapecistas que, aun desconociéndose, se atreven a confiar en extraños sabiendo que esos principios compartidos y la garantía de un Estado insobornable y ejemplar, evitarán que caigan al vacío. Sobre la base de esos intercambios provechosos se construyen sociedades que ofrecen vidas dignas, sin indigencia ni inseguridad. Y esa reiteración fortalece la confianza recíproca, construyendo el valioso capital social que cimenta lazos en forma duradera.

Quienes no se cansan de predicar las virtudes del “Estado presente” y de reclamar derechos cuando hay necesidades, no advierten las distorsiones que provoca su expansión al crear incentivos perversos para medrar con la billetera pública en lugar de usarla para el bien común

Durante décadas, en la Argentina ese fundamento esencial de la prosperidad colectiva se fue socavando hasta provocar la crisis que aún nos aqueja. Como enseña el refrán, “pueblos y pescados se pudren por la cabeza”. El descalabro comenzó cuando el Estado se fue desvirtuando hasta transformarse en instrumento para transferir ingresos en provecho de sectores organizados, incluyendo la política, a costa del bien común.

La forma más aparente y burda han sido los conocidos casos de corrupción que caracterizaron las dos décadas de gestión kirchnerista. Pero ese desvío de la gestión estatal también permeó toda su estructura, ya fuera nacional, provincial o municipal. Afectó a las empresas públicas, a los entes autárquicos, los fondos fiduciarios y distintos canales de gastos sufragados por tesorerías sin dueños. Es decir, estatales.

Las buenas intenciones que engalanan los nombres de los ministerios, los rutilantes títulos de organismos, de programas o los rectos propósitos de sus creadores se malogran por los incentivos torcidos que generan las cajas públicas administradas por quienes no son sus dueños

La corrupción de la cabeza, como en el pescado, habilitó la propagación de sus hermanos menores, como el oportunismo, la picardía y la ventaja indebida en aquellos programas u organismos que otorgan subsidios, ofrecen empleos, contratan obras o requieren servicios. Como han sido creados y existen para satisfacer necesidades colectivas, se mimetizan los intereses de quienes los aprovechan con los objetivos de su creación. Sus nobles finalidades los blindan ante intentos por escudriñar sus organigramas, auditar sus cajas, fisgar sus prácticas, cuestionar sus gastos y objetar sus menesteres. Para impedirlo, se agitan banderas y pancartas emotivas que benefician también a sus polizones, quienes viajan sin boleto.

Todo ello tiene actual vigencia al debatirse los haberes jubilatorios, la emergencia en discapacidad, los gastos del hospital Garrahan, las autarquías del INTI, el INTA y el Conicet, la disolución de Vialidad Nacional, el sistema de residencias o los presupuestos universitarios. O cuando los gobernadores reclaman fondos para sus provincias en nombre de la salud, la educación y la seguridad que deben sufragar, sin dar detalle de los meandros y recovecos por donde se pierden los que ya tienen.

Cuando la población advierte que la bandera, el himno y el escudo de manos enlazadas son utilizados en provecho de quienes están próximos al poder, se hace difícil recomponer el capital social indispensable para lograr una sociedad próspera, justa y promisoria

Quienes predican las virtudes del “Estado presente” y reclaman derechos cuando hay necesidades, no advierten las distorsiones que provoca su expansión al crear incentivos perversos para medrar con la billetera pública en lugar de usarla para el bien común. Olvidan que la naturaleza humana siempre estará alerta para malograr, con malicia calculada o por simple picardía, las mejores intenciones de quienes la dejan sobre la mesa estatal, por descuido o con mala intención. Como aprendices de brujos, gestan Golems del despilfarro, que luego no podrán controlar.

En la Argentina siempre habrá un intermediario que permita obtener una jubilación sin aportes, una pensión no contributiva, un certificado de discapacidad, un permiso de libre circulación o una medida cautelar a quien no le corresponde. Con la misma habilidad con que se ubican parientes en reparticiones nacionales, provinciales o municipales ya cargadas de burocracias redundantes o que se amañan pautas publicitarias a cambio de retornos o se acumulan viáticos indebidos, licencias sin justificativo u horas extras evanescentes, en complicidad con los superiores.

Los entes autárquicos tienen recursos propios, que fluyen de manera independiente a los vaivenes de la recaudación fiscal para asegurar la continuidad de las tareas para los que fueron creados. Por esa razón pueden mantener estructuras supernumerarias, en contraste con las premuras del sector privado, verdadero soporte final de esas autarquías. En un país caótico e imprevisible, todas las reparticiones públicas desearían tener cajas propias y no depender de las carencias presupuestarias. Sin embargo, cuando las cuentas se desmadran y la pobreza se expande, no hay más solución que volver al sabio principio de la caja única para distribuir los pocos fondos genuinos conforme a prioridades básicas. Pues la salud, la educación y la seguridad están en la cola presupuestaria, en el fondo de la olla, sin ingresos preferenciales.

Estas cuestiones han tomado relevancia en virtud de la regla fiscal impuesta por el gobierno libertario que procura el déficit cero. Hay una queja repetida referida a que los costos han subido y la plata no alcanza. Para los industriales expuestos a la competencia externa y para los exportadores que deben vender afuera, se plantea igual problema. Ocurre que el trabajo argentino es de baja productividad, con tantos empleados en el Estado y tantos beneficios que sufragar. No requiere mucha ciencia entender que esos costos no se pueden trasladar al extranjero y son una pesada mochila que deben pagar los argentinos, vía impuestos, vía precios o vía desocupación.

Hay 4 millones de empleados públicos y dos tercios están en las provincias y sus municipios. Hay 1525 legisladores, de los cuales 329 son nacionales y 1200 de las legislaturas locales. Hay 10 millones de jubilados y pensionados en el país, de los cuales los de Anses (6.1 millones) insumen el 60% del presupuesto nacional y más de la mitad corresponden a moratorias y pensiones no contributivas.

Es indispensable plantearse cuanta improductividad existe en los entes autárquicos, en las universidades y en tantos organismos que cumplen funciones loables pero cuyos gastos corrientes están completamente disociados de sus equivalentes del sector privado. En aquellos impera la laxitud de la conveniencia política; en los segundos, la estricta vara del costo-beneficio. Pero cuando “no hay plata”, es necesario que ese metro patrón mida la productividad de todos por igual. Es la única forma de reducir el costo argentino: dar empleo y mejorar el salario real.

¿Hay que destruir al Estado? La respuesta es negativa. Es indispensable para asegurar los derechos privados que generan prosperidad colectiva. Sin embargo, cuando se expande más allá de sus servicios esenciales, su dimensión ampliada lo expone al oportunismo, la picardía, la ventaja y el provecho indebido, sobre todo cuando la moral colectiva ha sido dañada y ya no existe condena social. Las buenas intenciones que engalanan los nombres de sus ministerios, los rutilantes títulos de sus programas o los rectos propósitos de sus creadores se malogran por los incentivos torcidos que generan las cajas públicas administradas por quienes no son sus dueños.

Para que una nación funcione es necesario que haya un mínimo de confianza recíproca entre los ciudadanos. Cuando la población advierte que la bandera, el himno y el escudo de manos enlazadas son utilizados en provecho de quienes están próximos al poder, se hace difícil recomponer el capital social indispensable para lograr una sociedad próspera, justa y promisoria.

Fuente: La Nación

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